"Una novela grande". Así anunciaba –y
deseaba- José Donoso que fuera la novela que estaba escribiendo y que sería “La
desesperanza”.
¿Por qué
asocio este recuerdo con la novela de Carlos Franz, “Si te vieras con mis ojos”?
Lo conocí en Buenos Aires hace muchos años, y supe que participaba del taller de Donoso.
Era un joven
novelista que se iniciaba, y que poco después publicaría su primera novela “Santiago cero”. Como suele
ocurrir con nuestros escritores vecinos, difícil conseguir sus libros y verlos
en nuestras librerías.
Fuimos reencontrándonos
en distintas circunstancias: Chile, Argentina, España.
En nuestra
última Feria del Libro de Buenos Aires, supe que vendría, pregunté en el stand
chileno y no supieron darme ninguna información.
En el mes de agosto me entero de que viene a Buenos Aires a presentar "Si te vieras con mis ojos", que ha recibido el premio Bienal Vargas Llosa.
Le escribo enseguida que quiero verlo, y me cuenta que ya está dejando Buenos Aires, pero que hay un
ejemplar para mí en la editorial.
Ansiosa, llamo
y lo pido, lo recibo dedicado, y empiezo una lectura que no me va a permitir en
los próximos días nada que no sea esperar con ansia el momento de volver a
abrir este libro. Un libro de poco menos de cuatrocientas páginas que ya desde
el título nos llena el corazón de latidos, y todavía no sabemos por qué: “Si te
vieras con mis ojos”.
Paréntesis: ya
desde mi lectura casi arqueológica de “La casa verde”, de Mario Vargas Llosa,
el recurso del tú interpelando al lector se convirtió para mí en uno de los
recursos literarios que más me conmueve. .
Mucho más
cuando este tú se fue transformando en
un recurso de gran refinamiento, un arma del relato dentro del relato, como
ocurre en esta novela de gran densidad estructural.
Y entonces, no
sabiendo todavía quien habla desde el título, y sobre todo, a quien le habla,
traspongo el epígrafe de Frida Kahlo, más largo que el título –“Si yo pudiera
darte una cosa en la vida, me gustaría darte la capacidad de verte a ti mismo a
través de mis ojos”- y entro en la
primera parte de las cuatro en las que se divide el libro. Miro el índice, y
pongo en relación dos fechas: la inicial, 1834, y la final, 1903. No me hago
ninguna pregunta.
Un barco que
llega al puerto de Valparaíso, una lancha
que lleva alguna carga y a uno de sus tripulantes y no encuentra lugar en el
muelle, un hombre que pinta lo que ve antes de llegar a tierra, y una mujer que
intuimos ya que se va a transformar en el eje de esta novela que es, sin duda,
una novela de amor.
Y quién se
resiste a una novela de amor? Quien se resiste a asistir a la construcción del personaje
de una mujer atractiva y audaz, de ojos verdes y lectora en distintos idiomas,
que no alcanzaríamos a imaginar en la Sudamérica del siglo XIX?
Pero no es
solamente el amor –un amor que para el pintor es un conflicto porque cada vez
que lo siente sabe que la muerte lo acecha para impedir que se prolongue en el
tiempo, y no es la muerte que se lleva a los humanos, sino la peor de las
muertes, la que se lleva a la pasión- lo que enreda a estos dos personajes: el
Moro y Carmen. Estos son los dos nombres que se nos presentan a las pocas
páginas.
Otro paréntesis.
El Moro es el pintor Johan Moritz Rugendas. Quien es para nosotros Rugendas?
Hemos visto sus cuadros en nuestro Museo de Bellas Artes, recordamos
particularmente el “Rapto de la cautiva” y el “Desembarco en Buenos Aires”, y
más vagamente pampa, carretas, ponchos, algún rancho. Una imaginería que aun
sin haber leído a Echeverría o muchísimo
más cerca, a César Aira con su “Ema la cautiva”, aun sin haber entrado en los
nunca zanjados debates ideológicos acerca de la Argentina despoblada, los
indios perseguidos o la civilización y la barbarie sarmientinas, ya nos
construyen un imaginario que difícilmente podrá ser suplantado.
Entonces recuperamos su nombre y su país
de origen: Johann Moritz Rugendas, pintor
alemán. “El rapto de la cautiva”, 1845. Es decir, con Juan Manuel de Rosas en
su quinta de Palermo. Y el bloqueo anglo francés.
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Y es luego de esa visita a Buenos
Aires que Rugendas se va de Sudamérica, con otros rumbos.
Franz trabaja sobre información, es
una novela que lo ha llevado a investigar archivos, biografías, testimonios,
y el tesoro más inapreciable: las cartas de Carmen Arriagada, que se conservan
el Museo O¨Higginiano y de Bellas Artes de Talca, y fueron editadas.
La fantasía del novelista se asienta
sobre frases y miradas que hacen de Rugendas un pintor que en la línea de la
ilustración que servía como lo harían las fotografías de hoy, a las
descripciones que los naturalistas de la época hicieron de los nuevos
paisajes americanos. En el caso de Rugendas aquel que le encargaba las rutas
a seguir y los paisajes a describir fue nada menos que el Barón von Humboldt,
cuyo método de identificación de los fenómenos naturales termina cuestionando
la ciencia estricta y positiva que se estaba desarrollando para construir su
investigación sobre una mirada filosófico humanista.
Pero Rugendas se rebela y pasa a
convertirse, del pintor viajero en el pintor de la sensibilidad.
Antes de conocer a Carmen se ha
enamorado de otras mujeres: las ha dibujado, las ha pintado lleva una
colección de estas pinturas. También las ha amado. Y esos amores se han
deshecho por el efecto de lo que él llama “la desengañadora” es decir la
muerte que se lleva la pasión y obliga al amante Rugendas a huir.
Franz intercala fragmentos de un
monólogo seguramente tomado de las cartas, donde Carmen lo interroga –las cartas
de él no se han encontrado- y le recuerda momentos de sus amores. Y ella escribe
por último cincuenta años después, cuando ya ha muerto Rugendas y este
monólogo va hacia el vacío.
La ficción coinvierte el vinculo
entre el Moro y Carmen en un detonador para otros amores que competirán entre
sí de distinta manera: el marido de Carmen, militar que luchó en la batalla
de Ayacucho, mucho mayor que ella, que la quiere de verdad pero no puede
darle el amor físico que ella desea. Charles Darwin, joven, al que Carmen usa
para dar celos al Moro.
Y la pregunta del lector, al avanzar
por una novela que no puede ser leída de un tirón porque los juegos con el
tiempo hacen que deba ser incorporada lentamente, es cómo va a intervenir la desengañadora
esta vez.
Pero ya nos habíamos encontrado Rugendas
visitándolo a Darwin en su casa inglesa, veinte años después. Y ya habíamos
subrayado la impresión que el narrador adjudica al pintor mientras entra
dibujando al puerto de Valparaíso, y ve por primera vez los andes;
“Avanzabas dentro de ese paisaje al
tiempo que lo bosquejabas. Siempre te gustó viajar por el interior de una
perspectiva, sentir en carne propia cómo las cosas pequeñas del fondo, al
acercarse, aumentan su tamaño. Tan similares a la muerte que se agranda
cuando la tenemos próxima. Tan idénticas al amor que desde la nada puede
crecer hasta convertirse en pasión, hasta bloquearnos la vista de todo lo
demás (antes de desvanecerse en un punto de fuga). Aquí esas y otras
perspectivas tuyas iban a cambiar y trastocarse, como lo hacía ahora el Paisaje;
pero esto aun no lo sabías”. “Si te vieras con mis ojos”, pag. 24).
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Pienso que no
importa verificar los episodios de la novela con la realidad conocida acerca de
este vínculo pasional, o de la vida de Rugendas en Chile. Franz sin duda recrea
una realidad posible en su imaginación, y esto es lo que convierte su libro en
una gran novela. Porque asume también una realidad histórica a la que muestra
también críticamente, y que sin duda supera este siglo XIX para convertirse en
un planteo universal.
Quiero hacerle
preguntas al autor, pero más bien acerca de sus motivaciones, acerca de cómo
fue enhebrando estas historias y construyendo estos personajes. Por qué hizo
algunos cambios, por qué tramó amistades que no existieron y transformó en otros
algunos personajes reales.
Prefiero esperar.
En unos días voy a la Feria del Libro de Santiago. Seguramente allí nos
veremos.