Yo crecí en una casa baja del barrio de San
Cristóbal, y tenía dos abuelas. En realidad solamente una, Ángeles –yo también
me llamo así de segundo nombre-; la otra era su hermana, y se llamaba
Encarnación. Las dos eran andaluzas, de Granada, y apenas si bordearían los
sesenta años. Pero vestidas de negro, con faldas por los tobillos, sombrero
negro con tul -Ángeles - para los paseos, madrugones y misa con rosario las dos,
eran para mí seres lejanos.
A ellas les debo las historias de mi infancia: los
ladrones que se escondían en la fuente, las princesas que cuidaban a su padre
encerradas en el palacio árabe, las canciones que más tarde encontraría en las
recopilaciones de Federico García Lorca –“ese galapaguito no tiene mare…”, “por
qué te bañas en el Genil, en el Genil/ porque es un río de amores lleno/ y todo
lo bueno se baña allí”…
Pero también la crónica de costumbres que me llevarían a Salobreña,
el pueblo a orillas del mar donde nació mi madre: ir por las tardes a la playa muchachas y muchachos, tocar la guitarra; en la casa, guardar el aceite de oliva en orzas de barro, y en el invierno, cocinar castañas en la chimenea. Comerlas apenas cocidas, con un gusto que solamente tienen así.
el pueblo a orillas del mar donde nació mi madre: ir por las tardes a la playa muchachas y muchachos, tocar la guitarra; en la casa, guardar el aceite de oliva en orzas de barro, y en el invierno, cocinar castañas en la chimenea. Comerlas apenas cocidas, con un gusto que solamente tienen así.
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Pasaron los años y muchas veces intenté recuperar el sabor de aquellas
castañas que solamente me había llegado a través de los relatos familiares.
Alguna vez probé con las castañas de nuestra quinta de San Justo –un hermoso
árbol donde no llegaban a madurar los frutos por esas extrañas cualidades de
los distintos climas y las distintas tierras- , robé los marrons glacé que mi
madre escondía cuando mi padre se los regalaba, canté con la letra de Héctor
Pedro Blomberg “la lluvia de otoño mojó los castaños, /pero ya no estabas en el
bulevar…/ muchachita criolla de los ojos negros, /tus labios dormidos ya no han
de cantar…”: imposible recuperar mi
leyenda.
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Ahora estoy aquí, en esta esquina de mi barrio que
ya no es San Cristóbal. En diagonal, un edificio racionalista, tan del Buenos
Aires que se modernizó en los años treinta. La otra esquina: art déco. Y la
tercera, una torre de vidrio que no tiene más que eso:
ventanas desde donde
mirar. Como hago yo, en esta mesa en la que he leído y escrito en los últimos
años. No es mi casa, vivo cerca, pero aquí me aíslo de todo lo cotidiano y las camareras ya son mis amigas.
Periódicos, revistas, desde hace poco algunos libros
que seguramente alguien dejó ese día fijado ya como costumbre, en el que se
abandona un libro leído para que otro pueda leerlo. Hago una pausa en mi
trabajo –una crónica sobre un lugar al
que viajé después de mucho desearlo- y abro las páginas del diario de hoy. Un
titular en dos cuerpos y tipos de letra distintos me llama la atención:
T A P A D A S
El velo islámico se impone en
Turquía
Y debajo, una foto indudablemente actual. Tres
mujeres con chador caminan por una calle de Estambul, bolsos de moda y cubiertas
de negro hasta los pies.
Entonces acudo a mis fotos, tomadas en Estambul hace
cinco años. La maravilla de la tecnología hace que pueda recuperarlas aquí
mismo, en esta computadora en la que ahora escribo.
Y me aparecen las imágenes que fui atesorando.
“La
fotografía es un impulso espontáneo, resultado de estar perpetuamente mirando,
que atrapa el instante y su eternidad”, dice John Berger que escribió
Cartier-Bresson. Las calles, los empedrados, las banderas turcas, mi hotel, la
esquina de mi hotel, donde como sola para sorpresa de un mozo encantador que me
atiende con una cortesía poco común, el techo adornadísimo de Santa Sofía, el
café francés donde las mujeres fuman, en Nisantasi, el palacio de Dolmabançe,
el mar desde la reja, el harén de Dolmabançe. Desde la ventana, la estatua
gigante de Kemal Atatürk, y la foto que más me llama la atención en el
recuerdo: chicas jóvenes, con jeans, libros bajo el brazo, y sus hijab
cubriéndoles por completo la cabeza.
cubriéndoles por completo la cabeza.
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Retrocedo siete años, para entender o tratar de
entender este artículo de una periodista argentina que acaba de visitar
Estambul y constatar que las medidas anti laicistas del actual presidente turco
han llevado a profundizar las contradicciones entre los permisos a los
ciudadanos religiosos –niñas de trece años a las que se les permite llevar el
velo a la escuela, y que entonces son presionadas por sus padres hasta la
amenaza (“Terminarás colgada del pelo el día del juicio final”, o “me
castigaban y me amenazaban con recurrir a la violencia física” o “una chica
tiene que ser respetable”).
Pero entonces leo algo que me recuerda aquella
novela que planteaba otra manera de encarar el tema del velo: una estudiante en
la puerta de la facultad de derecho, le dice a la periodista argentina: “El
derecho al velo tiene que ver con la libertad individual. No pone para nada en
cuestión el laicismo. La gente se equivoca de debate.”
La novela era Nieve,
del escritor turco Orham Pamuk.
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Turquía
había sido país invitado a la Feria del Libro de Frankfurt en 2008, y la
presencia allí del reciente premio Nobel Orham Pamuk fue conflictiva, ya que
inauguró la feria junto con el presidente turco. Y con su peculiar audacia, y
probablemente a raíz de haber sido procesado tres años antes por sostener ideas
“antiturcas” –su gran delito fue recordar el genocidio armenio-, Pamuk se
refirió a la prohibición de libros y al castigo a periodistas e
intelectuales. Y mencionó también el
bloqueo a YouTube, vigente en ese momento. El presidente Abdullah Gül, a su
turno, respondió diciendo que gracias a las nuevas estructuras administrativas
todo esto se estaba corrigiendo.
Al año
siguiente, cuando visité la Feria de Frankfurt, en el stand de Turquía no había
un solo libro de Pamuk.
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Vuelvo a mi historia privada: el mar de mis abuelas, el castillo árabe
del pueblo de mi madre, el apellido Medina de mi abuela paterna; otra abuela, aquella
mujer alta de melena roja y fumadora de narguile, nacida en el Puerto de Haifa
y abuela de uno de mis novios juveniles; y otra de mis parejas, hijo de padre griego y madre turca, y fuerte
defensor de esa cultura otomana que él consideraba suya, aunque fuera un
universitario con residencia de años en Nueva York.
¿Por qué estas elecciones? ¿Magnetismo? ¿El Mediterráneo uniéndonos? Aceitunas, tomates, dátiles, queso de cabra, Las desencantadas, de Pierre Loti, los Cuentos de la Alhambra, de Washington
Irving, un fragmento inolvidable de La
novela de un novelista, de Armando Palacio Valdés, de lectura obligatoria
en mi escuela secundaria, y una foto de mi tía Concha en Rabat, en la que una
mujer velada sostiene la cortina de un comercio mientras ella, española, la
mira.
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Y llegó un día en que el azar
hizo que tuviera que viajar a Estambul, en pos de un proyecto de mi país para
ser considerado patrimonio cultural. Ya había ocurrido lo de Frankfurt, ya
Pamuk había recibido el premio Nobel, ya había leído yo todo lo que estaba a mi
alcance, especialmente aquella novela que me desconcertó y me permitió entender
desde otra perspectiva el tema del laicismo y el velo de las muchachas turcas.
Con mucho entusiasmo preparé mi viaje, y como suelo hacer en los
viajes largos, guardé en mi guantera Estambul,
esa suerte de autobiografía en la que el autor nos ayuda a entender la compleja
maraña de su historia. Asientos dobles, yo la ventana –siempre me interesa ver
el despegue y el aterrizaje, sobre todo cuando llego a lugares desconocidos-, a
mi lado un hombre de mi edad vestido juvenilmente con jeans. Instrucciones,
despegue, altura, cena, luego luces bajas. Y sin haber intercambiado nada más
que los gestos naturales de compartir un espacio, casi al mismo tiempo sacamos
de las guanteras nuestros libros: yo, Estambul,
él, Nieve.
Imposible no comentar la coincidencia, y sobre todo no buscar los
puntos en común: escuelas en el mismo barrio, yo, de mujeres, él de varones,
pero que se encontraban en unas memorables marchas en defensa del laicismo en
la escuela; imposible no contar las profesiones: yo Letras, él, un médico
próximo a su jubilación, luego de la cual pensaba dedicarse solamente a leer.
Esa era su pasión: la literatura. Sobre todo la literatura española de la
generación del 98.
Hablamos mucho, leímos y dormimos poco.
Y cuando llegamos a Madrid, donde el grupo de médicos que él integraba
iba a quedarse, y donde yo haría migraciones para luego seguir mi rumbo, vimos
que el avión en el que veníamos viajando, de la línea Iberia, llevaba el nombre
de Pio Baroja.
*****
Pero diez años antes de esto, cuando el orientalismo aparecía en el
mundo de nuestra Sudamérica en los libros de Edward Said y en la creación de la
orquesta del Divan junto con Daniel
Barenboim, viajé a Paris y allí compré La
maison du silence, de Orham Pamuk, todavía un desconocido entre nosotros.
Por ese entonces hubo un
episodio que no tuvo probablemente la trascendencia merecida: en la Palestina
de Arafat fueron retirados de la venta todos los libros de Said.
Escritores e intelectuales como Susan Sontag, Paul Auster, Jacques
Derrida, Allen Ginsberg, Gunther Grass, David Grossman, Naguib Mahfuz,
Kenzaburo Oe, William Styron, Gore Vidal, y el mismo Pamuk, dirigieron una
carta al gobernante palestino. Del texto de la carta me había impresionado la
contundencia de la redacción: “ha sido ampliamente informado en el New York
Times del 26 de agosto (“Agentes de seguridad palestinos incautan libros de un
crítico de Arafat) que los servicio de seguridad de los que usted es
responsable han retirado
los libros escritos por Edward W. Said de todas las librerías en las zonas
autónomas de Palestina en Gaza y en la ciudad de Furhermore, en
Cisjordania, y se ha prohibido la venta
de estos libros en las mismas áreas y en las librerías palestinas en el este de
Jerusalén.”
Y la carta terminaba diciendo “Edward Said es uno de
los más prominentes y admirados críticos culturales. En particular, sus
escritos acerca de la experiencia Palestina han sido un instrumento esencial
para modificar la opinión pública en los Estados Unidos, el Reino Unido,
Europa, que han sido favorablemente informadas acerca de la causa Palestina.
Por lo tanto es urgente por el bien de sus propios intereses así como en los de
la gente de todo el mundo reafirmar su derecho a ser escuchado en las áreas
donde se lo ha silenciado.”
Si el pecado de Pamuk fue referirse al genocidio armenio, el de Said
consistía en reconocerse como un producto de una vida a medias entre Oriente
y Occidente, para terminar escribiendo
–esta es la última frase de su libro de memorias-, “Después de tantas
disonancias en mi vida he aprendido finalmente a preferir no estar del todo en
lo cierto y quedarme fuera de lugar.”[1]
*****
Y mientras tanto yo seguía creyéndome una sudamericana descendiente de
catalanes y granadinos.
Llegar a Estambul fue el comienzo de un viaje que me revelaría otras
raíces insospechadas: ya en el aeropuerto, las cafeteras humeantes en los
negocios de souvenirs, y un taxi que me llevaría a mi hotel, con un chofer que
se identificó como “driver Ali”, ante el que agité la dirección escrita de mi
hotel. Y pacté el precio del viaje, sin que ninguna de las lenguas occidentales
que podríamos haber manejado ambos –francés, inglés, español- nos sirvieran de contraseña.
Pero de pronto, cuando luego de un rato apareció sobre la derecha un mar iluminado
por la luna, “driver Ali” saltó entusiasmado y dirigiéndose hacia mí, exclamó “Mármara
sea”. Es decir, el mar de Mármara.
A partir de ese momento, se sucedieron todos mis recorridos por la
ciudad, en los intervalos que me daban las reuniones formales de patrimonio de
la humanidad: aquí tengo las fotografías como testimonio, mis infatigables
recorridos, y sobre todo, algo que me sorprendió y que atribuyo a la magia de
la cultura que se expande quien sabe a través de qué caminos: no tuve necesidad
de mapas, cono me ha ocurrido en otros lugares, incluso aquellos a los que he
visitado por segunda o tercera vez, sino que yo misma, por medio de gestos,
indicaba a mis choferes los recorridos, que tenían como polos mi hotel en
Valiconagi Cadesi y el hotel Conrad, el de las reuniones generales.
Claro, aquel Medina
apellido de mi abuela…
Y en una librería, el anuncio de la última novela de Pamuk, que luego
sería traducida al castellano: el Museo
de la Inocencia.
*****
Una pausa: mientras
escribo esto, pasan unas mujeres jóvenes con la cabeza cubierta. Las conozco:
viven por aquí, barrio norte, siempre me tienta la idea de conversar con ellas.
*****
Apenas dos años más tarde, me tocaría el honor y el placer de
acompañar a Pamuk a visitar la casa de Victoria Ocampo en San Isidro. Su
interés: crear en Estambul una casa museo, y de allí que quisiera saber todo lo
relacionado con su administración y mantenimiento. Su cortesía y las preguntas
mostraban una naturaleza distinta de lo que el europeo comúnmente visitante,
aun siendo hombres y mujeres de letras, podía exhibir entre nosotros.
Salvo una queja: no haber encontrado lo que él creía el Buenos Aires
de Borges, probablemente el estereotipo extraído de aquellos poemas de Fervor y otros libros. O de cuentos
como “El Aleph”, o de “Hombre de la esquina rosada”, un Buenos Aires que creó
el mismo Borges con su imaginación y talento literario. Yo hubiera querido
decirle a Pamuk que a mí también me había sorprendido en Estambul que los
palacios quemados de los que tanto él habla en su extraordinario libro hubieran
quedado reducidos a unos pocos techos estropeados. O que los enormes adoquines
de algunas de sus calles estuvieran siendo reemplazados por ladrillos de
madera.
*****
El Gran Bazar, el
café de Pierre Loti, la plaza de Taksim, la
mezquita de Súlemanaiye, los templos de los derviches, en el parque al que se
baja desde el hotel, el semicírculo de
los sultanes, hasta que llego a Kemal Atatürk y entonces, su estatua
gigantesca.
Hasta que en mis caminatas, que no tenían en cuenta horarios ni
trayectos, descubrí el café Paul . Es 6 de noviembre de 2010, el café se fundó
en 1883. Tomo té Lipton de hierbas y una tarta de chocolate que se llama
“chocolate Paul”. El barrio es elegante, en este café hay solo mujeres.
Sentadas en las mesas de la calle, todas fuman. Es el fin de la tarde, y como
es otoño, está oscuro.
Y entonces, cruzando la calle, descubro al hombre que ustedes podrán
ver más abajo.
Está allí, cumpliendo con la seriedad de un ritual su pequeño
comercio. Cocina y vende castañas calientes.
El hombre de ojos luminosos, al que pedí con una sonrisa que me
permitiera fotografiarlo, y en cuya imagen pude reunir las historias que laten
en mi sangre, a través de quien sabe que caminos, qué historias no contadas
pero trasmitidas, desde aquellos reinos que, antes del siglo XV se mezclaron ,
para dar origen a nuevas patrias, a otros reinos: los de la imaginación.
Qué te puedo decir...simplemente GRACIAS !!
ResponderEliminarGracias a vos!
ResponderEliminarQué lindo!!! Siempre que puedo también busco castañas recién asadas!
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