Llueve.
Escucho el primer movimiento de la sonata “Primavera” de Beethoven.
La vida es
bella, dije a pesar de la lluvia. Y abrí la ventana en la mañana de noviembre.
Una voz impersonal, enfática.
Cuidado con los sembradores de alarma.
La cobardía se parece mucho a la traición.
El
anhelo de una España grande guiará tu mano.
Atacar es vencer. ¡Todos al ataque
como un solo hombre!
La memoria
Pero esto ya no podías escucharlo,
tampoco leerlo en los carteles de propaganda, lejos, muy lejos del pueblo que
te vio nacer.
Cantabas, en el patio, “ese
galapaguito no tiene mare”, mientras yo daba vueltas subida en aquel artefacto
de tres ruedas con un nombre que me costaba pronunciar: triciclo.
Y mamá cosía, empujaba
rítmicamente el pedal de la máquina que tanto te había costado conseguirle. De
ella salían telas de colores con formas apropiadas, y aquella mujer que venía a
buscarlas a cambio de unos pobres billetes arrugados sonreía de satisfacción
cuando mamá las soltaba en el aire y luego las plegaba armoniosamente,
envolviéndolas en un papel suave como la seda.
Voz impersonal, enfática.
-¡Mamá, mamá! Yo, ¿cómo me llamo?
-Pepita, hija querida, como yo,
como tu abuela. ¿Por qué me lo preguntas?
-Porque en el colegio me dicen
Josefa, y yo no me entero de que me están hablando a mí.
-Josefa es el nombre de los
papeles, aquí en casa eres Pepita, como yo, hija mía.
Voz de la madre.
Así era, entonces. De una forma en
casa –Pepita, niña, tú- y de otra en la escuela –Josefa, alumna, vos, aunque a
veces también tú pero con un acento distinto-. Las niñas eran las chicas y las
canciones no tenían galapaguitos sino soldados y banderas y batallas
desconocidas.
Nadie podía en mi casa decirme
nada de aquellas batallas. En la radio había otras batallas, las de la segunda
guerra, y en vuestra memoria, padres, todavía frescas las heridas, otros
nombres: el ejército del Ebro, el frente de Madrid, la batalla de Gandesa. Y
aquel camino largo y trabajoso desde la frontera hasta los refugios en el sur
de Francia.