Yo crecí en una casa baja del barrio de San
Cristóbal, y tenía dos abuelas. En realidad solamente una, Ángeles –yo también
me llamo así de segundo nombre-; la otra era su hermana, y se llamaba
Encarnación. Las dos eran andaluzas, de Granada, y apenas si bordearían los
sesenta años. Pero vestidas de negro, con faldas por los tobillos, sombrero
negro con tul -Ángeles - para los paseos, madrugones y misa con rosario las dos,
eran para mí seres lejanos.
A ellas les debo las historias de mi infancia: los
ladrones que se escondían en la fuente, las princesas que cuidaban a su padre
encerradas en el palacio árabe, las canciones que más tarde encontraría en las
recopilaciones de Federico García Lorca –“ese galapaguito no tiene mare…”, “por
qué te bañas en el Genil, en el Genil/ porque es un río de amores lleno/ y todo
lo bueno se baña allí”…
Pero también la crónica de costumbres que me llevarían a Salobreña,