“Estaba
ciego en la lucidez pero tú has hecho girar la locura..
Todo es visión, todo está libre de sentido”
Todo es visión, todo está libre de sentido”
Antonio Gamoneda
Estoy en casa leyendo noticias literarias. Octubre de 2013, mientras repaso y
vuelvo a repasar estas páginas. Y me entero de que en estos días se acaba de
rendir un homenaje a Sergio Pitol, en Xalapa, por haber cumplido hace unos
meses ochenta años. Me indican un video, lo busco. Y allí está Pitol,
sentado, ligeramente encorvado, pero sonriente. Tal como lo vi en diciembre del
año pasado en Guadalajara. En la mesa de los conferenciantes, un ejemplar
de Los mejores cuentos de Sergio Pitol y una rosa.
Las
primeras señales que tuve de él fueron por mi amigo
José Donoso. Era su
cumpleaños de setenta años en Santiago, y alguien recordó aquel capítulo de
la Historia personal del boom, en el que Donoso, siempre
tendiente a la exageración, adjudica el fin del boom a la
Nochevieja (para nosotros “fin de año”) de 1970. En la casa de Luis Goytisolo,
Julio Cortázar y Ugné, Gabriel García Márquez y su mujer, Carmen Balcells, la
gran agente literaria de todos ellos.
También
Jorge Herralde, editor a quien debemos nuestras mejores lecturas, [1]en una inolvidable Noche de los Libros en el Círculo de
Bellas Artes de Madrid (2006) recuerda esta noche, pero desde otro
ángulo: el momento en que entendió que realmente había llegado al conocimiento
de Sergio Pitol.
Pero
volvamos al texto de Donoso.
“Cortázar,
aderezado con su flamante barba de matices rojizos, bailó algo muy movido con
Ugné; los Vargas Llosa, ante los invitados que les hicieron rueda, bailaron un
valsecito peruano, y luego, a la misma rueda que los premió con aplausos,
entraron los García Márquez para bailar un merengue tropical. Mientras tanto,
nuestra agente literaria, Carmen Balcells, reclinada sobre los pulposos cojines
de un diván, se relamía revolviendo los ingredientes de este sabroso guiso
literario, alimentando, con la ayuda de Fernando Tola, Jorge Herralde y Sergio
Pitol, a los hambrientos peces fantásticos que en sus peceras iluminadas
devoraban los muros de la habitación: Carmen Balcells parecía tener en sus
manos las cuerdas que nos hacían bailar a todos como a marionetas, quizás con
admiración, quizás con hambre, quizás con una mezcla de ambas cosas, como
contemplaba a los peces danzantes en sus peceras».
En
su texto, Jorge Herralde corrige a Donoso, y aclara que ni él ni Pitol eran
todavía grandes como los otros.
“Mientras,
en la casa abierta de los Goytisolo iban desembocando grupos de amigos
procedentes de otras fiestas. Y en uno de ellos, el capitaneado por Margarita
Obiols y Albert Broggi (que eran ya, y son ahora más que nunca, del círculo
íntimo de Pasqual Maragall), iba, felizmente achispado, Sergio Pitol. Y Sergio
y yo nos encontramos en un momento de la velada en un observatorio
privilegiado, junto a la entrada del salón, y empezamos a comentar la sabrosa
jugada y a competir en un torneo cada vez más disparatado, cada vez más
carcajadas, rivalizando en maldades, en pérfidos comentarios respecto a las
reacciones de los Grandes Protagonistas de la velada, pero just for
fun, para vacilar, para pasarlo bien: es decir, perfecto. No sé si,
como sugiere Donoso, allí se terminó el boom (me parece una
voluntad de geometría discutible en un fenómeno tan poco manejable), pero sí
fue para mí el inicio de mi gran amistad con nuestro futuro cónsul. Desde
aquella madrugada, mi nuevo amigo no fue sólo un prometedor escritor
latinoamericano, un colaborador de las mejores editoriales barcelonesas, un
lector voraz y un amigo de tantos amigos. Para mí, Pitol ya fue Pitol.”
Y para no dejar trunco este debate a través de los años entre Herralde y
Donoso, aclaremos que el chileno pensaba que esto era el fin del boom porque
fue por entonces que, a raíz del caso Padilla, las opiniones de los escritores latinoamericanos
respecto de Cuba realmente dividieron las aguas.[2]
Una presencia
invisible en Santiago
Otra
experiencia inolvidable: el cumpleaños de José Donoso en Santiago de Chile
1994. Antes de viajar, como un detalle marginal, dos motociclistas me roban la
cartera en la que llevo bastante dinero, al salir del banco. Esto se llamará,
ya cuando se haga una costumbre, “salidera de banco”. Me invitan los
organizadores de la celebración y es Kive Staiff, en ese momento director de
asuntos culturales de la cancillería, el que financia mi viaje.
Pitol
no había ido al cumpleaños, aunque se lo había invitado. Pero la prensa del
evento, seguramente confiando en las listas, lo dio como presente. Yo tenía de
él apenas algunas referencias, pero fue años después, cuando busqué sus libros,
que empezó a interesarme como escritor y como sombra evanescente.
Había
publicado en septiembre, es decir un mes antes, del cumpleaños, una entrañable
nota sobre Donoso, titulada “José Donoso cumple setenta años”. Y eso contribuye
a la confusión.
Y
como los recuerdos llevan a los recuerdos, y los propios se mezclan con los
ajenos, quiero compartir, como parte de estos recuerdos míos, los de Pitol,
como contracara de las imágenes que se han contrapuesto en los últimos tiempos,
a esta del escritor entregando su vida a su tarea.
Pitol llega a
Barcelona en 1969 –el mismo año en que visité Chile por primera vez- y su
primera visita es a los Donoso en su piso de Valvidriera. Para llegar a
Valvidriera había que tomar el funicular desde Sarriá, “que distanciaba al
autor del mundo”, y le permitía palpar el rumor de la ciudad, pero también
sumergirse en su escritura. Fueron dos años los que Pitol pudo visitar aquella
casa, y ambos coincidieron en algunas presentaciones de libros, entre ellas
aquella de la Historia personal del boom, que ya mencioné más
arriba.
Donoso
no bajaba mucho a Barcelona, y Pitol lo recuerda así:
“El cumplía la fracción de destino que en ese sitio le estaba reservada; un
cambio era inminente, y todo a su alrededor conducía a ello. Escribía –y la
tenía ya muy avanzada a mi llegada-, una novela que marcó un momento de suma
importancia en su vida creativa: El obsceno
pájaro de la noche. (…) De pronto, el esfuerzo de Donoso, ese reto
asombroso al que se enfrentaba en silencio, comenzó a crear un peso cada vez
más preciso en los medios literarios catalanes.(…) Nuestra pereza, nuestro
desperdicio, nuestra facilonería, nuestras muchas culpas y omisiones nos
parecían más ligeras al saber que en la colina de Valvidriera un hombre luchaba
a brazo partido con su trama, se sumergía diariamente en sus infiernos
personales para destilar de ellos una obra que nunca acabaría de sorprendernos.
(…) Esa generación de autores novísimo {se refiere a los jóvenes} fue la
primera en comprender que cerca de ellos vivía y ejercía su oficio un escritor
excepcional. Excepcional, sobre todo, por ser un escritor libre de cualquier
atadura, lo que en la España del momento apenas resultaba concebible. Donoso
era un anarca que incitaba a la libertad más absoluta, aunque esa incitación
fuera hecha con la mayor intransigencia.”[3]
*Enrique
Vila-Matas y los falsos recuerdos
Como
todo en los recuerdos literarios está ligado, y las lecturas son precisamente
un ir y venir, antes que nada vuelvo a aquella historia de Enrique Vilas-Matas
en su libro París no se acaba nunca[4], que leí en el 2007. Otra vez Pitol
mencionado por otro escritor, como un personaje entre misterioso y
travieso. [5] Probablemente todavía yo no
había descubierto lo que el mismo Vila-Matas dice de sí mismo -“su incapacidad
de decir la verdad”-, y tomé, en un libro que por cierto es de recuerdos, la
historia que contaba al pie de la letra.
Y
es así: en los 70, cuando vivió en París, Vila-Matas había asistido a una
charla de Borges en la librería Zékian, de la rue Littré. Se trataba de una
librería situada en el segundo piso de una casa, detrás de una puerta pintada
de blanco. Y como el autor recuerda desde treinta años después, al pasar en su
regreso al hotel por la puerta, siempre recordaba la últimas frase de de Borges
en aquella charla. “Intento no pensar en cosas pasadas porque si lo hago, sé
que lo estoy haciendo sobre recuerdos, no sobre las primeras imágenes. Y eso me
pone triste. Me entristece pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos
de nuestra juventud.[6]
Se
pregunta qué habrá allí ahora, pero no se decide a averiguarlo. Hasta que una
tarde, refugiado en el Café de Flore a causa de la lluvia, se encuentra con
Sergio Pitol. Y este asume con entusiasmo el control de la expedición al lugar,
aclarando que no se irán de allí hasta averiguar quien ocupa el lugar exacto
donde Borges habló de los falsos recuerdos de la juventud.
Suben,
ya no hay una puerta pintada de blanco, hay dos puertas de otro color, y es
difícil decidir cuál de las dos pertenece a la antigua librería Zékian. Deciden
llamar al de la izquierda. Pero aunque insisten, nadie responde. Entonces ven
que se levanta la mirilla de la otra puerta. Alguien los espía, llaman allí y
los atiende con muchas precauciones una señora anciana, a la que Pitol le
pregunta, súbitamente inspirado, y en francés, si el señor Borges vive allí
enfrente. La señora contesta “Viven ahí, pero no están, no están nunca.”
Y
Vila-Matas, a su vez, al recordar, cuenta que le pareció que Pitol se movía como
dentro de alguno de sus relatos, donde lo cuenta todo, pero nunca revela el
misterio.
A
mí me atrajo mucho esta historia, y sobre todo una frase sobre la escritura de
Pitol, que siempre recuerdo: “sus cuentos serían cuentos cerrados si acabaran
revelándonos algo que jamás nos revelarán: el misterio que viaja con cada uno
de nosotros.”
El
origen de todos los misterios
Pero
volvamos otra vez a aquella vez que oí su nombre, vinculado a Donoso, en una
amistad para mí desconocida. Yo había leído El desfile del amor y Nocturno
de Bujara. Los había comprado en Montevideo y en algún viaje a Barcelona,
porque la distribución de libros de autores no demasiado populares nunca fue
muy buena en Argentina.
En
la lectura azarosa y desordenada de la obra de Pitol llegué entonces a El
arte de la fuga, donde cuenta su experiencia de adulto con un
hipnólogo, y el doloroso viaje a su infancia. Pero antes de llegar a esto, en
los Escritos autobiográficos, está la
anécdota de cómo fue que se encerró a leer. Vivía con sus abuelos, y había
estado enfermo. Un buen día, un grupo de chicos lo invita a jugar a la pelota.
Le explican cómo se juega y el chico, feliz de tener amigos, se integra al
juego. Pero ocurre algo quizás previsible: otro chico es golpeado, y cuando un
adulto pregunta quien ha sido, todos acusan al chico nuevo.
Sergio
se va corriendo y llorando y sin decir nada, le pide a su niñera que lo ayude
con su libro de lectura. Cuando llegan los mayores y le preguntan por qué no
está jugando, les responde que por ahora se va a dedicar solamente a la
lectura.
Y
esto remite, porque volveremos a repetir que todos los textos de Pitol están
increíblemente entrelazados, al último texto de su extraordinario y
ecléctico El viaje –un catálogo imprescindible de opiniones
literarias- , “Iván, niño ruso”. El texto donde sabemos del refugio infantil y
del arte de la fuga del dolor: Sergio camina hacia la fábrica de azúcar, vacía,
se sentaba “sobre el bagazo tibio. Desde una altura regular contemplaba una
cañada que terminaba en un muro de árboles de mando. Sabía yo que detrás de
esos árboles corría el río Atoyac, el mismo en donde, unos cuantos kilómetros
más abajo, se había ahogado mi madre.”[7]
El
libro comienza con una declaración de ambigüedad: "A veces es divertido
provocarse. Claro, sin abusar; jamás me encarnizo en los reproches; alterno con
cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis
limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aun con cierta
complicidad. De ese juego nace mi escritura". Y termina con la declaración
de su propia imposibilidad de decir toda la verdad: "Era yo un niño
bastante loco, muy solitario, muy caprichoso, me parece. Los problemas de
mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo. A veces,
más tarde, con unas copas, volvían a surgir, lo que me encolerizaba y deprimía
a un grado desproporcionado. La única excepción fue la de mi identificación con
Iván, niño ruso, que aún a veces me parece ser auténtica verdad".
Pero
en esta especie de dietario [8] aparecen otros
escritores, algunos de los que se habían transformado en personajes para mí
provistos de encanto e intriga, como Marina Tsvietáieva, Meyerhold, el mismo
Gogol de quien no conocía algunos episodios de la v ida, Ossip Mandelstam. Y de
pronto, como el encuentro casual en un café, junto a la catedral de San
Basilio, en Moscú, Pepe Donoso.
Hacía
varios años que no se veían, y coinciden en un comentario: prefieren Moscú a
Leningrado[9] y Donoso remarca que ésta ha
sido edificada con un plan arquitectónico y por eso tiene una homogeneidad que
le quita interés.
En El
viaje aparecen los rituales de la antigua Colquide, la actual Tiflis,
así como a Pitol le interesan particularmente las historia de los alquimistas
en Praga. Colquide: antigua región donde se albergaba el vellocino de oro, y
hacia allí parte Jasón con su tripulación en el Argos, para enamorarse de
Medea, una de las princesas hechiceras, hermana de Circe, hija del rey Letes,
que lo ayuda a conseguir su objetivo. Todo lo mágico es en la obra de Pitol
trasladado a México, donde inventa rituales de origen como los del “niño
cagón”, que terminan convirtiéndose en carnavalescas escenas, donde, como dice
Vila-Matas, el misterio nunca es revelado.
“La
inspiración es el fruto más delicado de la memoria”
Después
de mis primeras lecturas, comenzaron mis intentos de dar con él. Yo
transitaba por diferentes espacios de la gestión cultural. Comité de cultura de
la Feria Internacional del Libro, Dirección de Bibliotecas de la ciudad,
Biblioteca Nacional. Mi vinculo con la embajada de México y su agregado
cultural terminaron definiéndome que había un misterio alrededor de Pitol: no
viajaba, no estaba bien, y finalmente alguno de mis amigos mexicanos (Villoro o
Bellatin) me hablaron de una extraña enfermedad que lo aislaba.
Ya
había desistido completamente de la visita de Pitol a Buenos Aires. Era
una época en la que yo viajaba dos veces por año a Madrid, y compraba allí los
libros que no llegaban o llegaban mermados a Buenos Aires. Empezaba a interesarme
la autobiografía como género, luego de haber trabajado con las biografías de
dos mujeres (Alfonsina Storni, Salvadora Medina Onrubia) y había
comprado Semillas de gracia, del inglés Thomas Mermall, un libro
publicado poco antes de que el autor muriera, prologado por Antonio Muñoz
Molina[10].
Encontré
entonces en mi amada Casa del Libro, de Gran Vía, Una autobiografía soterrada,
de Sergio Pitol. En la portada, su figura, en Madrid, en la puerta de Alcalá,
con gorra y bufanda. Y al empezar la lectura de este libro escrito en dos mil
diez, el alivio de saberlo capaz de hilar estas memorias, casi como cuando
Borges, tan admirado por Pitol, escribe uno de sus cuentos aparentemente más
planos, “El sur”, luego de un episodio de salud –una infección- que lo
lleva a un estado de delirio del que pensó, al recuperarse, que nunca más le
permitiría escribir.
Porque
Pitol abre su libro con el siguiente texto:
“Ayer
al mediodía me interné en el Centro Internacional de Salud “La Pradera”, a
media hora de La Habana: por la tarde exámenes y visitas a los doctores. Me
explicaron el tratamiento al que me deberé someter; por las mañanas me
extraerán sangre, la enriquecerán con ozono en un recipiente al alto vacío y la
reintegrarán al organismo por la misma vena. Esa operación no demorará más de
una hora. Tendré, pues, todo el día para descansar, leer, hacer ejercicio en un
inmenso jardín, y recapacitar sobre mis males y sus posibles remedios. Estoy
atrasado en todos mis trabajos; procuraré escribir y leer con toda
tranquilidad.”[11]
Leer
esto fue como si Pitol me estuviera hablando a mí, develándome todas mis
incógnitas, saliéndome al cruce, diciéndome “aquí estoy, todavía escribo, tengo
muchas reservas y no voy a entregarme tan fácilmente.”
Y
otra vez uno de sus maravillosos libros de misceláneas, un dietario, un lugar
donde volverse a encontrar con el Pitol de otros libros, siempre igual, siempre
distinto, siempre nuevo, con esa intertextualidad de su propia obra que hace
que el lector se reencuentre consigo mismo y sus propios recuerdos. Los otros:
Borges, Chejov, Henry James, Gombrowicz. Y explica cómo en 2003, por falta de
salud, se dedica a compilar su obra para la edición de Obras reunidas.
Su
primer trabajo, “Diario de “La pradera”, que es donde Pitol se permite hablar
de su experiencia en Cuba y de su salud, termina con esta alentadora esperanza:
“La
cura ha dado resultados sorprendentes. (…) el problema del lenguaje”, dice,
“puede ser resultado de fatiga o de temor a las vicisitudes de la vejez. (…)
Hacía muchos meses que no lograba escribir, desde enero, me parece. Se me
escapaban las palabras, se me quedaban a medias, me confundía con las
conjugaciones, con el uso de las preposiciones, se me paralizaba la lengua. Al
tratar de leer lo que perpetraba en mis cuadernos durante los últimos meses
encontraba fragmentos de algo parecido a un Finnegan´s Wake del
paleolítico inferior grabados en piedra por algún aturdido hombre de
Neanderthal.”
Había
perdido las esperanzas de conocerlo, de ver de cerca a este hombre cuya
historia y cuya literatura, prolongación de su historia, fui enhebrando a lo
largo de los años. Pero la suerte iba a cambiar, ofreciéndome una pequeña
recompensa. Era el mes de diciembre en Guadalajara, año dos mil doce. Una Feria
del Libro como siempre pujante, como siempre llena de sorpresas y de ideas
originales. Poco tiempo parea poder abarcar todas las delicias que fascinan al
lector empedernido. Feria dedicada a Chile, país de mis amigos entrañables, y
entre las actividades, por ejemplo, la presentación de Los círculos
morados, el primer tomo de memorias de mi amigo Jorge Edwards.
Y entonces lo vi, en la presentación de Memoria, una preciosa
edición homenaje de su inicial Autobiografía inicial,
de pie, ante la mesa de las firmas en la puerta del Salon donde
alguien hablaba de otras cosas, pero donde en un rato lo homenajearían a él.
Compré mi ejemplar, me acerqué, pude decirle tímidamente cuanto lo admiraba,
todo lo que había leído de su obra a través de los años, y en su expresión pude ver un fulgor que
respondía a mi entusiasmo. Le alargué el libro, abierto en la primera página y
entonces vi que lo acompañaba un chico joven, a quien él miró, y entonces el
chico me preguntó mi nombre y fue dictándoselo, letra por letra, hasta que con
une letra picuda quedó la dedicatoria, en este libro que será para siempre su
memoria.
Coda.
En el prólogo a Los mejores cuentos, Enrique Vila-Matas vuelve a
referirse a lo que llamo la anécdota de París. Es decir, la v isita al segundo
piso de la Rue Littré acompañado por Pitol y la respuesta misteriosa de la
vecina de enfrente. Pero aquí Vila-Matas se sincera -¿se sincera?- y admite que
la anécdota fue una invención, un suerte de homenaje a Borges, a Pitol, a la
fantasía, a la ficción, y que en realidad algo parecido ocurrió cuando con el
mexicano quisieron visitar la casa natal de Marcel Proust. Como se trataba de
una casa de pisos, era difícil saber cuál era el lugar que buscaban. Entonces
se decidieron por el segundo piso, llamaron y una señora mayor los atendió con
la puerta entreabierta. Entonces Pitol preguntó, súbitamente inspirado,
“¿Madame Beatriz de Moura vive aquí?”[12]. Ante lo cual
la respuesta fue que los de Moura vivían en el piso de enfrente, pero que nunca
estaban. Y se fueron de allí con la sensación –dice Vila-Matas- de que habían
estado cerca de la verdad, pero que en todo caso, el cuento había terminado.
Entonces
le robo a Vila-Matas su cita de Gamoneda y encabezo con ella este recuerdo.
Porque algo parecido siento yo: tal vez el hombre que me firma Memoria con
su letra picuda, es solamente una parte de ese paisaje donde distintos hombres
llamados Sergio Pitol transforman la invisible verdad en ficción. Me siento
entonces parte de ese paisaje, y quizás, como en “El jardín de senderos que se
bifurcan”, en otro recodo del jardín podré finalmente, lejos de “las afueras
hostiles”, conversar con él de su vida secreta. Pero eso será ya otro de sus
cuentos.
[1] Dueño
y editor de Anagrama, lo conocí en Buenos Aires en los años 90 y le hice una
entrevista para un matutino, que nunca se publicó.
[2] El
caso Padilla es el tema del libro de Jorge Edwards, Persona non grata,
y de él hablamos al relatar mi amistad con Jorge.
[3] Sergio
Pitol, La patria del lenguaje. Lecturas y escrituras latinoamericanas,
Buenos Aires, Corregidor, 2013.
[7] Sergio
Pitol, El viaje, Barcelona, Anagrama, 2000.
[9] Leningrado, como
es sabido, es hoy nuevamente San Petersburgo, que fue fruto de la planificación
del zar Pedro I con la intención de trasladar allí la capital y abrir Rusia a
Europa.
[10] En el viaje a
Madrid, en el avión, leí la noticia de la muerte de Mermall (era el 22 de
septiembre de 2011) un profesor húngaro que había huido junto con su padre, en
una increíble historia de supervivencia. Mermall y su padre se instalaron en
EEUU, donde el chico de seis años en 1941, al que su padre logró salvar de los
soldados alemanes escondiéndolo en un bosque, se convirtió en un hispanista que
enseñó en universidades americanas y publicó libros sobre Ortega y Gasset,
Francisco Ayala y otros.
[11] Sergio Pitol,
Una autobiografía soterrada, Barcelona, Anagrama, 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario