Ella había
bajado esa tarde, como muchas otras, dejando atrás el estudio de paredes oscuras, la vieja mesa de roble sin barniz en la que se acumulaban sus papeles.
Pero no había sido solamente el deseo de caminar por
aquellas calles en las que había asomado a la vida, por primera vez, hacía más
de treinta años. Al volver a leer una vez más los amarillentos papeles,
aquellas cartas que tanto le costó conseguir -el viejo de piel transparente y
melena peinada
Torció hacia la
izquierda, por la calle Viamonte, dejando atrás las dos cuadras que más le
gustaban. La vieja casa de la facultad, donde pudo descubrir tantas cosas, en la enorme sala desde cuyo
estrado había recibido las sabias palabras de aquellos profesores que le
parecían intocables, sus vidas perfectamente perfiladas, en la mitad de un camino
que ella no sabía exactamente cómo quería recorrer. Historia, literatura,
filosofía, artes, infinidad de páginas, infinidad de horas oyéndolos y tratando
de entender, pero sobre todo tratando de encontrar en ella misma un eco a todo
lo que la apasionaba pero que no sabía si sería suficiente para justificar su
propia vida.
A los veinte años sabía
ya, lo entendía ahora, que adentro de ella había más cosas por las que vivir.
Lo supo aquella mañana en la que llegó a la calle Viamonte, para una clase de literatura
española, y vio los pedazos de trapo escritos con pintura. "Libertad a los
presos de Salta", "Nuestros hermanos cañeros piden por el pan de sus
hijos", y supo que ella no tendría hijos, pero que lucharía por los hijos
de los otros, por las manos oscuras de aquellos cañeros que no podrían nunca ir
a la Universidad. Muchas veces se había sentido protagonista de una historia
sin sentido, nena tonta enredada en las palabras de los otros, hasta que su
encuentro con Luis en la clase de literatura española la había enfrentado de
golpe con lo que una mujer de veinte años que ha leído demasiado puede pedirle
al amor.
Luis había sido para
ella una luz en las tinieblas. Pensado así sonaba ridículo, sonaba a las
novelitas baratas que a escondidas leía para ser como las otras, como sus
compañeras de escuela a las que solamente les importaba casarse y tener hijos y
pasear el domingo del brazo de sus maridos por la calle más importante del
barrio. Pero era cierto que "las tinieblas" quería decir no saber qué
hacer para no ser, precisamente, como aquellas otras chicas que se pintaban los
labios con colores fuertes, se ponían medias de nilón brillantes y se apretaban
a sus novios en el cine o en la mesa de
una aburrida confitería donde toda la transgresión posible se concentraba en el
vaso largo del "Séptimo Regimiento" o del "Caballo Blanco".
Con Luis había aprendido
letras de tango -tus veinte abriles que son diqueros, tu fulgor de ladrillo
feliz, y tu traición me sume en amargo llanto-, había conocido el bar Los
Cuatro Vientos, con el soplo del río pegándoles en la cara a pesar de llevar el
cuello azul de sus gabanes de moda rozando la nariz. Y mientras caminaban por
la calle Humberto Primo hasta el edificio del Protomedicato, habían planeado
una vida en la que lo más importante iba a ser escribir, combatir junto a los
otros pero desde las palabras, dar una forma a todo lo que les desbordaba a los
dos, a pesar de tanta caminata y tanto beso a escondidas, en su cuartito de
estudiante de familia acomodada que recibe a sus compañeros y nadie se atreve a
preguntar.
La primera vez que Luis
la acompañó hasta su casa ella no le ofreció subir. Se despidieron en la puerta
y él dijo aquella frase que a ella le pareció perfecta, pero que la fijaría
durante muchos años a un papel que había terminado por volverse para ella
agobiante. "Gracias por quitarme la tristeza". Y mientras se lo
decía, con un cigarrillo sin filtro a medio fumar, a ella le recordó
terriblemente a la faja del último libro de Camilo José Cela, donde, delgado y
muy morocho, un hombre bastante joven miraba con cara de angustia existencial.
La angustia existencial,
en aquellos años, tenía que ver, por ejemplo, con el no saber muy bien hasta
dónde llegaban los límites de la moral impuesta por los mayores, que se
llenaban la boca con preceptos de contención y abstinencia a pesar de que hacía
mucho tiempo que sabían que era una batalla perdida. Por eso aquella tarde en
que les prestaron el departamentito de la calle Lavalle, ella sintió que,
cuando Luis metía las manos por debajo de su sweater de cuello alto y todo se
volvía incontenible, su madre retrocedía convertida en una figura borrosa y
desteñida, como aquellas santas de las estampitas de su libro de primera
comunión que guardaba todavía en el cajón de los recuerdos. Quitarte la
tristeza, Luis, quitarte la tristeza quería decir oír tu historia y dejar que
me leyeras tus poemas en las mesas de Los Cuatro Vientos, del Edelweiss, de la
Munich de Constitución, de tantos lugares que ahora no existían, como si sobre
ellos hubiera pasado un vendaval de olvido.
Pero el placer del
descubrimiento no había durado mucho. Porque los mechones de pelo rojo siempre
despeinados de Alberto, una noche que salían de una asamblea en la calle
Viamonte, le habían quitado felizmente aquella locura de pensar que ella sería
el alma buena de Luis, la amiga del poeta, la que se posterga y le cede terreno
porque él tiene voz propia. "La voz de los machos", le había dicho su
amiga Nilda siempre tan zafada, mientras con un cigarrillo en la boca le leía
las cartas del Tarot.
No podría olvidarse
nunca del dolor casi físico que sintió cuando Luis le devolvió los poemas
trabajosamente pasados a máquina y le dijo "no tenés voz propia".
Todavía maldecía interiormente la estupidez de haberse subordinado a su juicio,
no haber sido capaz de guardarse los poemas sin que nadie los leyera y pelear
consigo misma y con la máquina de escribir durante las noches en que todos
dormían y ella cerraba su puerta más que nunca para poder escribir. ¿Por qué le
había importado tanto la opinión de los otros? Leídos después de tanto tiempo
pudo descubrir que sus poemas tenían todo el encanto de los veinte años de una
chica incapaz de copiar a otros, incapaz de construirse una retórica
pretenciosa y prestada, pero por sobre todo incapaz de venderse a sí misma como
a un genio. Muchos años le llevó descubrir que lo que Luis llamó no tener voz
propia en realidad había sido tratar con todas sus fuerzas de ser ella misma, y
que los caminos de su vida posterior la habían llevado, otra vez, al punto de
partida. Elegir la soledad de su cuarto de trabajo allí, a pocos metros de la
casa de la calle Viamonte -todo tan distinto pero la palmera de la iglesia
todavía despeinada al viento de la tarde otoñal-, o dejarse llevar por el
atractivo camino del periodismo fuerte, de la edición de libros llamativos, o
quién sabe qué.
El problema era el
tiempo. Porque los meses que vivió con una intensidad desmesurada codo con codo
con el muchacho de pelo rojo siempre despeinado -manifestaciones ensordecedoras
en la plaza del Congreso, las corridas de los policías a caballo, aquella noche
en que tuvieron que esconderse en los corredores de un hospital mientras el
atroz olor de los gases lacrimógenos le cerraba la garganta- habían sido, paradójicamente,
una tregua. Sin embargo, todavía allí, en el centro de su memoria, tantos años
después, se agitaba el recuerdo. Por eso quizás la frase de la carta que había
accedido a prestarle el viejo de cabellera gris -"¿quién te amará como te
amó María?"- le había llegado tan adentro a ella, a María, que había amado
aquella vez como nunca volvería a poder amar. Como María pudo haber amado al
poeta que después de cuestionar la patria incipiente y de cuestionarse a sí
mismo su destino de escribiente al servicio de la libertad, murió en Montevideo
sin que nadie pudiera recoger su cadáver. Tantos cadáveres sin destino, todavía
hoy.
Y de pronto el empujón
violento, la aspereza del saco de hombre, la voz sorprendida que la nombra, y
él, Alberto, caminando por las mismas calles que ella, Alberto buscando también
la explicación a una vida que, ahora, en la mesa de madera del bar Suizo, con
las dos ginebras compartidas como entonces, ella podía saber que había sido
distinta pero en el fondo tan parecida a la suya. Infinitamente más arriesgada,
con el viaje al aeropuerto en el baúl de un auto mientras afuera gritaban las
sirenas de los falcon verdes, con la casita alquilada en el pueblito de las
afueras de Barcelona, con el duro trabajo de adaptarse a otra lengua, a otros
decires, a una vida sin el incentivo cotidiano de las manos oscuras que esperan
una justicia para la que no nacieron.
Mientras lo oía contar,
con aquella voz honda que tantas veces había vuelto a oír en el recuerdo, María
se dijo que ella y él, desde lugares distintos, eran las víctimas de aquellos
trapos con letras pintadas en negro o en rojo, de aquellas manifestaciones
heroicas que luego se convertirían en secuestros y cárceles del pueblo y robos
a los cuarteles y tanta muerte. Aunque ella no había tenido el coraje de
seguirlo, su vida había sido, como la de él, igualmente un momento de
intensidad inusitada y luego el repliegue de todos esos años.
Por eso, cuando Alberto
la acompañó, ya de noche, hasta la puerta de la casa donde su cuarto lleno de papeles
la esperaba, María no lo invitó a subir. Por primera vez se sintió, en sus casi
cincuenta años de vida dirigida por la expectativa de los otros, la dueña de
ese cuarto donde la esperaban las cartas amarillas, las líneas de un poema de
amor que no podía afirmar que hubiera sido escrito para la misma María a la que
ella intentaba construir una historia con los retazos tomados de los libros.
"Otra vez no", se dijo mientras apoyaba la mano en el áspero hombro
de su compañero. Los mechones de pelo ya no eran rojos sino de un cobre
agrisado, y la sonrisa de Alberto se plegaba en una mueca en la que
probablemente se escondieran tantas cosas que ella nunca conocería por
completo.
Alberto era un sueño, pertenecía a aquel
pasado por el que había perdido muchos pedazos de vidas posibles. Cuando
aquella brumosa tarde de junio llegó a la calle donde los dos vivían, y tuvo
que fingir, ante los soldados con sus ametralladoras, que simplemente pasaba
por allí, mientras en la garganta le nacía unas tremendas ganas de gritar,
había sacado fuerzas para doblar la esquina casi sin apuro, y mientras lo hacía
pensar en cómo llegar hasta la casa del compañero responsable, pedir refugio
desesperadamente, tratar de no enterarse al día siguiente por los diarios del
enfrentamiento producido en la casa de la calle Yerbal. Alberto fue el cadáver,
el precio sangriento que le permitió sobrevivir-, encerrada en el baúl de un
coche ajeno hasta el escondido aeropuerto a orillas del río, todo arreglado por
otros para que pudiera llegar a Asunción, y desde allí a lo desconocido. Hasta
probarse a sí misma que, sin Alberto, sin los compañeros que le permitieron
creer en algo más allá de la trivial mezquindad de todos los días, podía elegir
un camino. Aunque el dolor fuera tan grande que ningún heroísmo consiguiera
acabar con él.
Arriba, entre sus
libros, frente al teclado donde las letras esperaban que ella les diera un
sentido, escribió: "Nadie es un héroe a solas." Y supo que en esa
frase estaba la verdad de lo que buscaba, esa pequeña razón por la que se había
agitado durante tantos años.
(Josefina Delgado, La
Habana, 19 de octubre de 2001)
Vuelvo a leerlo, es un hermoso relato.
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