Llanto por un guerrero
Javier CercasEl País Semanal, domingo 21 de septiembre de 2003
Roberto Bolaño murió hace ya más de dos meses. Murió el 15 de julio, con
apenas 50 años, y al día siguiente los periódicos se llenaron de glosas y
artículos sobre su vida tremenda y su obra magnífica. La muerte no mejora a
nadie, pero esta vez los artículos y glosas eran justos. En ellos
se subrayaba el encarnizamiento suicida con que Bolaño asumió su destino de escritor; esto
también es exacto: durante muchos años Bolaño pasó frío, hambre y penalidades,
pero nunca renunció a su vocación, porque la literatura fue para él el único
paraíso posible o, por decirlo con menos énfasis, la única posibilidad de
dotar a la realidad de una ilusión de sentido. Por eso le dedicó de forma
excluyente su vida, desde que siendo un adolescente se trasladó con su familia
chilena a México y empezó a fundar movimiento poéticos explosivos y revistas
radicales y desesperadas, y a escribir poemas explosivos con otros jóvenes
desesperados y radicales como él, hasta sus últimos años, encerrado a cal y
canto en un pueblo de la Costa Brava, frente al mar; escribiendo con la furia
insensata del kamikaze que fue siempre. Entre medias, por supuesto, le
ocurrieron muchas cosas, pero sólo una le cambió la vida de forma absoluta. En
1992 le diagnosticaron una grave enfermedad, y desde aquel momento supo que no
iba a vivir mucho, así que decidió vivir como si ya estuviera muerto; es
decir: decidió escribir como si ya estuviera muerto. Ese fue su gran hallazgo:
escribir como si la vida hubiera quedado atrás, como si no existieran ni el
presente ni el futuro, sino sólo el pasado, convertido en un pozo infinito del
cual ir sacando infinitamente a los jóvenes explosivos a los que había
sobrevivido. Fue así como empezó a publicar a un ritmo imbatible sus grandes
libros, los que le convirtieron en un escritor esencial. En su última
entrevista aseguraba que ya sólo creía en los niños y en los guerreros;
mentía, por supuesto, porque siguió creyendo en la literatura hasta el último
instante. Pero no mentía tanto: después de todo, tenía dos hijos pequeños;
además, Bolaño fue muchas cosas, pero sobre todo fue un hombre valiente. Como
tal murió, plantándole cara a la muerte, sin dejarnos nada a deber; dejándonos
que le debiéramos un puñado de libros memorables que le sobrevivirán muchos
años.
Conocí a Bolaño a finales de los setenta, en la terraza del Bistrot, un bar de
Girona. Por entonces era tan pobre como una rata; tenía 27 años; yo tenía 18.
Hablamos de literatura, y me dijo que estaba escribiendo una novela; esto me
impresionó muchísimo, porque escribir novelas era lo que yo quería hacer y
nunca había tenido el valor de reconocerlo. Quince años más tarde, en la misma
terraza del mismo bar, Rafael Sánchez Ferlosio me contó la historia del
frustrado fusilamiento de su padre, y fue Bolaño quien, con una generosidad
desaforada, me animó a escribir una novela centrada en ese hecho, y en cierto
modo me ayudó a resolverla. Por supuesto, él fue el primero en leerla, y
también en escribir sobre ella. Luego su afecto se enfrió, nunca entendí por
qué, o quizá es que no supe entenderlo. Ahora pienso que es una injusticia
brutal que mucha gente conociera a Bolaño sólo porque aparecía en ese libro y
no por los que él había escrito; fue una injusticia que nadie -ni siquiera él-
pudo prever y que nadie -ni siquiera yo- pudo evitar: Lo cierto es que nos
distanciamos. Pocas semanas antes de que muriese, sin embargo, fui a
visitarle, y apenas lo vi creí comprender que ni siquiera hacía falta que nos
reconciliásemos, porque en ningún momento habíamos dejado de querernos.
Estuvimos hablando hasta muy tarde. "Cuídate, Javier", me dijo al despedirse.
Nunca pude imaginar que aquella iba a ser la última vez que le veía.
Bolaño había leído a todos los poetas, porque eso es lo que siempre quiso ser,
pero jamás le oí hablar de Joan Vinyoli, un gran poeta catalán. Puede que no
lo hubiera leído; de haberlo hecho, estoy seguro de que le hubiera gustado
mucho un poema titulado La medida de un hombre, un poema en el que pienso a
veces desde que él murió: "Bien pensado, los días / de juventud valen mucho /
para no darles un alto precio. / Si fueron ricos en fuego y en acción y
disponibles / para todo (...) / Si fuiste / fracaso, anhelo, soledad y reserva
/ de la chispa que enciende bosques / y no sólo / proyecto avaro de ganancias
/ de hipócrita dominio, / sobre todo si fuiste / puro en lo puro / diré que
has dado / la medida de un hombre". No: la muerte no mejora a nadie, pero
tampoco lo empeora. Porque fue puro en lo puro, Bolaño dio la exacta medida de
un hombre. Sus últimos libros se llenaron de lágrimas; no lloraba por él:
lloraba por todos los amigos que se habían quedado en el camino y que él,
escribiendo, trataba de sacar del pozo infinito de la muerte. Ahora somos
nosotros los que le hemos sobrevivido, ya no finge que está muerto, y es justo
que todavía ahora estemos llorando por él, como si fingiéramos estar muertos y
tratáramos de resucitarlo. "Cuídate, Javier", me dijo la última vez que lo vi,
y yo no pude contestarle: "Adiós, amigo. Y acuérdate de nosotros cuando estés
en el paraíso.
LOS POETAS ESTÁN EN ALGÚN LUGAR DEL VIENTO
ResponderEliminarSIEMPRE
alba estrella gutiérrez