Escribir con Borges
"Estoy ausente porque soy el narrador"
El libro de las preguntas, Edmond Jabes
El libro de las preguntas, Edmond Jabes
Más allá de lo anecdótico, de lo que darán cuenta sin duda periodistas y
quizás historiadores de la vida literaria, haber participado de la escritura
junto a Borges significó para mí una experiencia reveladora- Si quiero
trasmitirla a otros, lejos de la pretensión de decir algo nuevo sobre su obra
literaria, es porque creo sin lugar a dudas que la persona de un escritor es su
escritura y viceversa. Nadie que no tenga grandeza en el trato cotidiano podrá
decir más que lo que otros dijeron, y ningún acercamiento crítico podrá develar
cuál es el lazo misterioso entre la persona y la escritura.
Borges ha contado infinitamente las mismas
anécdotas. Claro, no podía reescribir su vida para volver a contarla, y por
otra parte, su vida parece haber sido corta en episodios destacables. Sin
embargo, pensar acerca del momento en el que el escritor decidía volver al pasado
para repetir para mí era la primera vez- por ejemplo, cómo
volvía en tranvía desde la calle Carlos Calvo, de la biblioteca Miguel Cané,
leyendo la Divina Comedia, me remitía inmediatamente a la
desesperanza, a tantos momentos en los que uno mismo piensa en qué medida vale
la pena continuar con lo emprendido, y sobre todo, me remitía a este hombre
absolutamente ligado a la felicidad a través de los libros. Y esto me importa,
porque pocas veces conocí escritores verdaderamente "literarios". Muchas
veces el placer se posterga para dejar lugar a otros mecanismos menos vitales.
Cuando Borges hablaba acerca de este viaje en tranvía, siempre terminaba
diciendo: "Yo pensaba que algún día todo sería distinto."
Llegar a él era fácil, a veces abría él mismo la puerta,
pero a mí, enviada por una editorial para ayudarle a escribir un prólogo a
Shakespeare, me tocó llamar por teléfono hasta estipular un horario y un
mecanismo de trabajo. "Llame mañana", me decía. Y todo volvía a
empezar. Por otra parte, esta actitud se confundía con mi propia timidez, mi
penosa falta de habilidad para insistir y convencer a alguien que, en ese
momento, me inspiraba una mezcla de miedo y rechazo. Para mí él era un genio, a
quien mejor sería no conocer, dejarlo en la sombra, como el caminante inspirado
de aquellas calles del barrio sur que eran las mismas que a mí me gustaba
recorrer, el escritor que en el despacho de la Biblioteca Nacional de la calle
México nos había recibido a un amigo poeta y a mí, veinte años antes, para que
habláramos de algo que todavía no era un tópico en su discurso: Ascasubi,
injustamente postergado a Hernández, y la timidez de los porteños,
ejemplificada con unos versos de Enrique Banchs.
No me resultaba grato tener que someterme a todo
esto, pero un día, el menos esperado, Borges me dijo "venga ahora" y
tuve que salir dejándolo todo para cumplir con el compromiso instaurado
arbitrariamente por él. Llegué, desayunaba su tazón de copos sobre un mantel
que era la bandera de Gran Bretaña, todo me resultó desagradable, y él notó mi
desagrado. Fue cruel: "¿Le molesta ver comer a un ciego?" ¿Cómo
contestarle? Renuncié a hacerlo desde una piedad que por supuesto él n o
creería y que a mí me incomodaba. Es decir, evadí la respuesta.
Y entonces comenzaron los tres meses más
importantes de mi formación intelectual. Porque ni siquiera haber sido su
alumna en literatura inglesa supera haber podido compartir las ideas que surgen
de la reflexión sobre lo escrito o por escribir. Sentada a la mesa del cuarto
de su madre,
con una fotografía de Borges bebé, con flequillo, tecleaba, en la pequeña máquina de escribir Olimpia, frases terminadas antes de ser escritas. Borges, sentado a un costado, perdía sus ojos vacíos y pensaba en voz alta. Sobre todo, me hacía sentir imprescindible, porque no tenía ningún rasgo de soberbia o de autoritarismo. El "a usted le parece mejor así" era constante, y dejaba abierta la posibilidad de opinar como si uno mismo fuera su otro yo, un yo crítico.
No era fácil aflojarse y sentir que uno podía
convertirse en la buena amiga de un hombre siempre solo. Y digo esto porque no
creo que esta condición de soledad que da la ceguera haya sido atravesada por
nadie. En este Borges que yo frecuenté en mil novecientos ochenta y dos había
una vitalidad por cierto encantadora, que lo hacía disfrutar del pañuelo
perfumado en su bolsillo, de la elección de un bastón y de los paseos de mi
brazo. Pero no me engaño: este papel era absolutamente intercambiable, algo así
como la reproducción que por medio de la escritura él mismo hizo de temas a los
que nunca agotó, porque supo plantear a través de ellos las preguntas exactas,
multiplicadas hasta el infinito. Digo eso: las personas a su lado sin duda
tendrían los mismos matices de la particularidad, pero eran la casi infinita reproducción
del papel de la amiga que acompaña a un hombre encantador y que sabe dialogar
con él.
Y digo los matices de la particularidad porque
Borges era un hombre perceptivo. Sería un lugar común, extremadamente común,
decir ahora que la ceguera lo hacía perceptivo. Creo más bien que la causa era
su extrema dependencia afectiva, la necesidad que a veces tiene un chico de
mirar a fondo el rostro de la madre y preguntarle con miedo si lo quiere. Me
acuerdo cómo, una mañana, yo llegué un poco melancólica y él me preguntó qué me
pasaba. A continuación, la pregunta fue si yo era cobarde en el amor. Y así fue
cómo supe el final de su breve historia matrimonial, de la que escapó por no
atreverse a decirle a su mujer que no quería seguir casado con ella.
Algo nunca explorado en las entrevistas fue,
quizás, su capacidad de recordar un Buenos Aires muy antiguo para nosotros. Yo
le oí algunos episodios del Buenos Aires de su madre, con calles empedradas y
coches de caballos, así como el relato del episodio del Carnaval en su casa de
la calle Serrano, con los policías de a caballo entrando en el jardín para
perseguir a unos disfrazados y el miedo del chico. Un Borges casi siglo XIX, el
eslabón de una generación con la que le precedió. Y sobre todo, la increíble
capacidad de anticipar, a través de la metabolización de sus lecturas, una
literatura que cierra el siglo veinte y anticipa probablemente su propia
disolución.
Escribir con él resultaba muy esclarecedor. Borges
se quedaba callado y yo, casi sin respirar, esperaba que él comenzara a
dictarme. Amanuense de alguien que, si bien ya se reescribía, no cedía a la
facilidad de retomar textos anteriores y hacer con ellos un collage. Porque el
texto era él, estaba en su prodigiosa cabeza, en su prodigiosa memoria. Luego
otra vez, corregirlo cuando ya parecía que era definitivo. Para él, la prueba
era leerlo en voz alta. Algunas veces me pedía a mí que lo leyera, otras lo
repetía de memoria, sin ayuda.
De pronto pedía un libro, había que caminar hacia
la biblioteca del comedor y buscar allí la forma de corroborar algún dato, aún
nombre, a veces el significado segundo de una palabra.
Aprendí a leer en Shakespeare las metáforas
legales, a encontrarle el sonido adecuado a los dos registros del inglés, el
latino y el sajón. Borges leía en voz alta algunos versos, sobre todo de
Macbeth, con ese inglés fuerte y varonil de su voz. Un día, ante mi
perplejidad, inventó un personaje a quien citar. Lo hizo con humor, buscando
sorprenderme, y cuando me di cuenta de que estaba asistiendo a uno de los
mecanismos preferidos de Borges, no supe qué decir. "Nadie se va a dar
cuenta, dijo él, primero creerán que es alguien a quien solamente yo conozco.
Vamos a darles un poco de trabajo." Releyendo su prólogo ahora no puedo
identificar cuál es la fuente falsa. Algunas de sus citas parecen tan
verdaderas, y otras no pueden ser corroboradas. Finalmente, la broma dio forma
a su humor.
Y sin duda ésa era la consigna. Hacer trabajar al
lector. José Saramago dijo hace unos días que Borges no buscaba a los lectores,
buscaba más bien que los lectores se acercaran a él. Porque él mismo era el
reverso de un lector, el escritor-lector paradigmático, siempre releyéndose,
siempre reescribiéndose. A veces un día de trabajo eran algunas líneas. Me
volvía a casa con la sensación de haber perdido el tiempo, de estar defraudando
a la editorial que me pagaba y le pagaba por algo producido en tiempo récord.
Una vez le dije que yo misma era incapaz de ponerle límites, de ser estricta
con él en el trabajo. Se rió y me dijo, "ya lo sé, me doy cuenta".
Así fue que una mañana tuve que leerle el comienzo
de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, porque su misión como jurado del premio
Cervantes hizo que tuviera que elegir entre Rulfo, Octavio Paz y Juan Carlos
Onetti. Opiné vehementemente a favor de Rulfo. "Un compadrito de la
literatura", dijo de Onetti, mientras almorzábamos en el restaurant de la
calle Paraguay, a la vuelta de su casa. Rulfo no le gustó, criticó una fantasía
a su juicio injustificada, y terminó eligiendo a Octavio Paz. No creo tampoco
que estuviera demasiado conforme con la elección, pero sin duda el mejicano
reunía para él la condición de universalidad que él mismo compartía.
A veces hablaba de su familia. Los recuerdos más
entrañables eran los de su hermana Norah, a quien no veía demasiado por
entonces. Borges era frágil, se lo
notaba sin embargo con una fortaleza construida a fuerza de voluntad, de pasión
por su trabajo. Los viajes lo alegraban pero también le daban miedo, y la
superstición consistía en no decir que viajaba casi hasta el momento mismo de
salir. Más de una vez llegué y la valija abierta sobre la cama de su madre me
decía que Borges se iba esa tarde. A Roma, a Estados Unidos, a Madrid. Lugares
lejanos que le planteaban nuevos auditorios, nuevos lectores. Una mañana llegué
y las cámaras de la Radio Televisión Italiana se habían apoderado del living.
El tema eran los desaparecidos y Borges había armado un discurso consistente,
verosímil, que le permitía expresar algunos de sus principios liberales:
libertad de expresión, derecho a la justicia. Un ramo de rosas en la mesa del
living era el testimonio del agradecimiento de los periodistas italianos.
Y luego estaban las estrategias del ciego.
Preguntaba cómo eran sus amigos, a los que no podía ver, y luego supe que a
otros les preguntaba por mí. A veces se levantaba desanimado y decía, "un
hombre como yo, viejo, ciego". Resultaba difícil animarlo, pero yo
trataba. La respuesta era ésta: "estar aquí, con usted, oyéndola, y no
poder saber cómo es su cara." Una vez hablábamos de Alicia Jurado, y él
dijo que tenía un hermoso pelo largo. A continuación me preguntó cómo era el
mío. La pregunta me molestó, sentí que se transgredía el límite de la amistad.
"Muy corto", dije yo, mintiendo. No sé si me creyó.
Un trece de diciembre, después de haber trabajado
tres meses, dimos por terminadas las catorce cuartillas del prólogo. Un prólogo
que no ha sido recogido todavía en ninguna edición, salvo la original, pero que
tiene toda la belleza de las paradojas borgianas, así como la sabiduría de una
lectura que encierra el mundo de un hombre inteligente. Borges me dio ese día,
como recuerdo, una edición del Quijote, de la editorial Espasa-Calpe. El final
del trabajo era el final de nuestra amistad. Sin embargo, no fue así. Su
cordialidad no le permitía perder la amistad de nadie, y así como, mientras lo
esperaba, muchas veces lo escuché hablar por teléfono con otras amigas, yo
misma pude volver al departamento de la calle Maipú en otras ocasiones. Para
conversar, para leerle algo, llevando a amigos como el escritor chileno Jorge
Edwards, que no lo conocía, en compañía de José Donoso, que compartió con
Borges y conmigo un jurado de cuentos. Una de las virtudes que siempre resaltó
en los argentinos fue el don de la amistad.
No sé qué pasa hoy con el departamento de la calle
Maipú, con los objetos que adornaban la austeridad de sus cuartos, con aquella
pequeña habitación de la esquina donde me senté tantas mañanas. Los cuadros de
Norah Borges, los jarros de plata antigua, su cama de hierro, otros muebles
pequeños. Nuestro país, tan proclive a las guerras internas, ha generado nuevos
bandos en torno a la figura de Borges, nada más grotesco, nada más inútil.
Borges es sus libros, el eco de su voz, felizmente guardada en documentos
audiovisuales, aquella sabiduría irónica que lo llevó muchas veces a
equivocarse en sus opiniones políticas y literarias, y otras a acertar. No es
justo construir una imagen apócrifa, como no es justo poner en su boca cosas
que nunca hubiera dicho o que nadie oyó. La única justicia que él merece, como
tantos otros creadores geniales, es que su obra, único testamento comprobable,
sea leída y apreciada por infinitos lectores. Aun cuando él mismo no creía en
la figura del éxito, sus lectores y ocasionales amigos sabemos cuánto hubiera
querido encontrarse por la calle con alguien que lo reconociera como al Borges
escritor. Al otro, al de las inagotables entrevistas, él mismo no lo reconocía.
Buenos Aires, agosto de 1999
Publicado en la revista Espacios, de la Fac de
Filosofía y
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