La chica del pañuelito
y los ojos azules
La conocí a Graciela en los primeros años de la década del
sesenta, cruzándomela en la calle Viamonte. Nadie se saludaba si no se conocía,
y ella era un poquito mayor que yo. Con esto quiero decir dos años, que para la
regularidad de nuestras carreras era verdaderamente un abismo. Eran los años de
las películas de Antonioni, y todas caminábamos un poco como Mónica Vitti o
como Jeanne Moreau. Es decir, nos deslizábamos. A unas pocas cuadras estaba el
café Los cuatro vientos, ya en la costanera, y muchas de las horas entre clases
yo las pasaba allí.
Ella caminaba sin mirar a nadie, vestida de tweed gris, un
tapado con cinturón atado flojo, y a veces con un impermeable gris plomo. Pero
lo que nunca faltaba, y fue lo que me hizo reparar en ella, era el pañuelito en
la cabeza, un pañuelo chico, atado con un nudo fuerte debajo de la barbilla.
Eso, y sus ojos azules, transparentes, un poco fríos, mirando para adentro.
Después vino la noche de los bastones largos. Se acabó Viamonte,
se acabó Independencia, los policías vigilaban las entradas a las clases, no se
podía fumar y los nombres más reaccionarios reemplazaron a los profesores de la
más gloriosa de las etapas de la Universidad de Buenos Aires. Yo me salvé del
horror de la nada entrando a trabajar al Centro Editor de América Latina. Como
dactilógrafa, nada más. Todavía no había terminado la carrera. Allí la conocí a
Beatriz Sarlo, y ella me invitó a integrar un grupo de estudios que se iniciaba
por entonces: el grupo Buenosayres. Todo junto y con Y griega, aclarábamos,
cono el libro de Marechal. Ángel Núñez la llevó a Graciela.
Y allí la conocí, y pude saludarla, y tradujimos juntas la Semantique Structural de Greimas, sin
computadora, trabajosamente en nuestras máquinas de escribir tampoco todavía eléctricas,
y analizamos los cuentos de hadas de Perrault y leímos a Lévi Strauss y mil
cosas más. Y ahí empezamos también a cultivar la costumbre de caminar algunas
mañanas o ciertas tardes, ya con varios hijos cada una, por Constitución, por
Barracas, por San Telmo.
Ella vivía
en la calle Caseros, en medio del parque, con Daniel y Pablo, que era casi un
bebé. Nos reuníamos a leer, nos reuníamos a estudiar, nos reuníamos a comer
pobres e ingenuas comidas que preparábamos con el poco dinero que teníamos.
Había o otros compañeros: Graciela Guariglia, Alberto Perrone, Ernesto Goldar.
Alguna vez habrá que escribir la historia desde el lugar de
los que no participamos de la lucha armada porque teníamos otro diagnóstico de
la situación social. Y corrimos tantos riesgos como ellos, porque militábamos
en organizaciones clandestinas y fuimos actores de las batallas del
pensamiento, y estuvimos presos y resistimos desde lugares que hicieron que
luego se mantuviera cierta coherencia cultural y no desaparecieran todas las
voces.
Caminábamos, como dije, y la ciudad me parece en mi recuerdo
una ciudad fantasma. Íbamos hasta la iglesia de Santa Felicitas, en Barracas, y
ella me contó por primera vez la historia de Felicitas Guerrero, en años en los
que todavía no se había puesto de moda la historia.
Como dije antes, éramos pobres. No existían los grupos
editoriales, ni los colegios privados caros, ni las universidades extranjeras
que hoy ofrecen titulados en negocios internacionales y en marketing, y si
hubieran existido no hubiéramos trabajado en ellos. Pero en cambio había tres
editoriales argentinas de prosapia (Emecé, Sudamericana, Losada), algunas
editoriales chicas como Fabril y Jorge Álvarez, y el inolvidable Centro Editor,
adonde se había ido toda la gente de Eudeba.
Graciela tenía a las mellizas ya y Daniel hacía periodismo, y
como ella había renunciado a su puesto de maestra yo le propuse presentarla a
la persona encargada de las correcciones de estilo en el Centro Editor. Alberto
Perrone, mi marido por aquel entonces y el padre de mis tres hijos, decidió que
Graciela necesitaba un vestido nuevo y fueron juntos a comprárselo. Era blanco
y negro, a cuadritos, una especie de lo que los franceses llamarían
robe-manteau.
Graciela cayó muy bien en el Centro, y el recuerdo de aquella
etapa lo tienen Amanda Toubes y otros. Mientras tanto la fugaz etapa
democrática, que duró unos pocos meses en el 73, porque enseguida vino el
contragolpe de la derecha. Nosotras
seguíamos con nuestros paseos, la ciudad seguía siendo fantasmal y
mientras fuimos profesoras en la escuela de Vialidad Nacional acompañamos a
nuestros alumnos en manifestaciones y les hacíamos leer El descamisado. Al año siguiente nos echaron, porque no era un
lugar para nosotras.
Ya la dictadura de Videla fue más dura, no es necesario
decirlo, y el encierro y el miedo fueron difíciles de combatir. Entonces
dejábamos a los chicos en los jardines de infantes y nos íbamos al cine por
Corrientes, a ver las películas de Saura, donde cortaban las escenas en las que
aparecían actores argentinos exiliados como Alterio o Norma Aleandro. Y esto
las volvía más misteriosas.
Con Graciela la vida era cómica a pesar de la tragedia. A uno
siempre le pasaban cosas graciosas en su compañía, como cuando viajamos en
subterráneo una noche para verlo a Antonio Gades en el Teatro Opera –una de las
cosas distintas que llegaban desde afuera- y en un vagón vacío al que nos
subimos subió lo que tradicionalmente se conoce con el nombre de exhibicionista
y yo me quedé atónita y Graciela describía muy bien mi cara mientras me iba
dando cuenta de lo que pasaba y ella dijo, cuando analizábamos la situación,
“¿Qué quería que le dijéramos? ¿Muy bueno lo suyo?”
Las librerías, los cines, los cafés, la Munich de
Constitución, la promesa de escribir nuestras necrológicas – estaba tan lejos
todo- que yo no cumplí, aquel café de la
Avenida de Mayo, los 36 billares, donde nos prometimos ser escritoras de
una buena vez por todas, y más tarde los grupos feministas, Dima, las reuniones
en la Botica del Angel, ya cerca el fin de la dictadura.
En Carnaval, ese motivo de sus historias, llevábamos a los
chicos a algunas salitas secretas de clubes de barrio donde se hacían concursos
de disfraz. Los disfrazábamos de piratas, con las botas de goma de la lluvia y
alguna camisita escocesa y el resto era relativamente fácil y barato. Y los
cumpleaños. Nunca dejamos de festejarles uno solo de los cumpleaños, aunque
algunos de ellos –entre las dos reunimos seis- lo nieguen ahora que son
grandes.
No soñábamos con puestos de poder, jamás hubiéramos pensado
en intrigar para quitarle el lugar a alguien ni ocupar posiciones que no
mereciéramos. Fuimos generosas cuando otros eran mezquinos, como cuando
brindamos con sidra porque Borges y María Kodama decidieron casarse.
Graciela fue mi amiga, la amiga de la juventud y la adultez.
Alguna vez, en broma, me dijo que dijéramos que éramos primas. Siempre tuvo
para mí el gesto adecuado. Nunca nos peleamos aunque alguna vez pudiéramos no
coincidir. Pero ella siempre me escuchaba. Organizó una fiesta sorpresa cuando
me nombraron subdirectora de la Biblioteca Nacional y me hizo una torta con
pirotecnia y casi se quema la casa. Nos acompañamos en todos los momentos,
buenos y malos.
¿Hubiéramos sido más felices en un país diferente? Éramos
pobres y sin embargo no nos faltaba nada. A ella le interesaban los árboles,
las redes familiares, los nombres de las calles, las viejas historias, los
barrios. A mí el cine, los debates políticos. A las dos, la literatura, las
palabras bien puestas, la memoria con imaginación. Recordemos que su primer
libro fue un libro de poemas.
Y entonces vinieron sus otros libros, más de sesenta, decía
ella con orgullo. Los Jacintos, los Barbapedro, los Tomasitos, la Señora Planchita,
Mujercitas eran las de antes, Gardel, Las rositas, Toby, Secretos de familia, la Biblia,
Miedo, no podría nombrarlos a todos.
Mientras ella escribía La emoción más
antigua yo escribía El bosque de los
libros y hablábamos todo el tiempo por teléfono.
Ella disfrutaba con sus viajes, con las narraciones en las
escuelas, con los viajes al Chaco donde era la reina. En el 2001 fuimos juntas
y compartimos la habitación y nos moríamos de la risa recomendándonos lo mismo
que nos hubieran recomendado nuestras madres cuarenta años atrás: llevar un
saquito.
Así hasta el final, todos los días teléfono, cuando había
motivo y cuando no. Las lecturas siempre compartidas: Santa Teresa de Jesús, un
plan que no pudimos completar. Y ese libro clave para mí en la historia de
Graciela, Las indomables, donde
aparece magníficamente interpretada la anorexia como síntoma de rebeldía
femenina en mujeres como Catalina de Siena, Antigona y Simone Weill.
Y la despedida, que prefiero no recordar. Porque las
historias personales encierran las claves de la historia grande, son aquellos
espacios donde uno puede calibrar las tensiones y las esperanzas de una
sociedad.
Graciela fue
una gran escritora. Muchas veces le dije que para mí lo suyo estaba más allá de
los rótulos. Quiero creer que su éxito tuvo que ver con la calidad de su obra y
no con los secretos de un negocio productivo.
¿Por qué? ¿Cuáles fueron las claves de su escritura?
Releyendo algunos de sus libros, se recupera cierto sabor de cosa antigua que
ella recibió de los relatos familiares pero que fue inventando a medida que
escribía e investigaba. Siempre investigaba. Los remedios atroces de cada
época, las medicinas alternativas que siempre ofrecen una esperanza donde ya no
la hay. Los barrios, las costumbres. Pero con imaginación. Nada de costumbrismo
a secas. Construyó personajes inolvidables. Las mujeres. Las mujeres de
Graciela son fuertes, se rebelan, como las indomables. Como la nena de Mujer de vida alegre, como la abuela de Las
rositas, o Rosina, la que se enamora del titiritero italiano. Las mujeres
hacen cosas terribles: se encierran en el baño cuando van a presentarlas a un
novio conveniente o amenazan con comerse la caja de los fósforos. O se niegan a
preparar el desayuno. O cambian su disfraz de Maja por uno de gitana aunque
sean abuelas. Hasta la Señora Planchita,
ese entrañable personaje que cuando revisa su vida decide defender la rebeldía
de su hija que quiere un juego de química en vez de un costurerito.
La literatura de Graciela es una literatura contra la mediocridad
del mundo burgués; paradójicamente -porque ella amaba a la familia- contra esas
familias que encarcelan a sus miembros y les impiden ser lo que cada uno decide
ser, aunque se equivoque. Era una maestra del humor, y del humor construido a
partir de las frases hechas: “el corazón de una madre nunca se equivoca”, o
esta que siempre decíamos, a veces un poco en serio, ”quién mejor que los padres para decidir el
destino de sus hijos, especialmente de sus hijas.”
Una que es la memoria y la imaginación de la clase media
argentina, la que viene de la inmigración, la que no tiene campos ni caballos
ni casas antiguas ni prosapia sino la historia de sus antepasados contada a
través de historias que cruzaron los mares.
Las rositas es
uno de mis relatos preferidos, no solamente porque lo prologué sino porque en
él aparece el poder de la fantasía frente a una vida hecha de rituales
estériles. La rosa azul, buscada por la abuela a través de recetas complicadas
es conseguida por obra del amor y el amor es el arte y la trasmisión de la
poesía. Cuando Rosina aparece disfrazada con un traje blanco que nadie
identifica como disfraz –hasta eso estuvo codificado, los disfraces- la nena
dice fascinada “es Titania, la reina de las hadas,” y allí está Graciela, que
seguramente supo a los ocho años que el amor de Titania y Puck vale más que los
Winnieh Pohh y hasta los Harry Potter de libros carísimos y campañas de
publicidad disparatadas.
Su novela Secretos de
familia puede verse hoy como el corolario de una obra original y poco
frecuente entre nosotros. Volver a leerla es el mejor homenaje, el mejor
recuerdo. Leer la obra de Graciela Cabal como lo que fue, la obra de una gran
escritora.
(Del libro Josefina Delgado, de próxima aparición, En el jardín cantan los pájaros. Recuerdos literarios)
Gracias Josefina, el recuerdo y el relato son preciosos y apreciados. La leeré a la chica del pañuelo y a la chica de los ojos azules.
ResponderEliminarExcelente, una gran escritora, una gran persona, nos ayudó, nos guió en al construcción de nuestra BIBLIOTECA POPULAR MADRE TERESA, de VIRREY DEL PINO, LA MATANZA, junto con Sandra Comino.
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