jueves, 12 de abril de 2018

Sergio Pitol: el delirio de lo incierto



*Sergio Pitol: el delirio de lo incierto
                                                        “Estaba ciego en la lucidez pero tú has hecho girar la locura..
                                                          Todo es visión, todo está libre de sentido”
                                                                   Antonio Gamoneda

          Estoy en casa leyendo noticias literarias. Octubre de 2013, mientras repaso y vuelvo a repasar estas páginas. Y me entero de que en estos días se acaba de rendir un homenaje a Sergio Pitol, en Xalapa, por haber cumplido hace unos meses ochenta años. Me indican un video, lo busco. Y allí está Pitol,  sentado, ligeramente encorvado, pero sonriente. Tal como lo vi en diciembre del año pasado en Guadalajara. En la mesa de los conferenciantes, un ejemplar de Los mejores cuentos de Sergio Pitol y una rosa.

Las primeras señales que tuve de él fueron por mi amigo José Donoso. Era su cumpleaños de setenta años en Santiago, y alguien recordó aquel capítulo de la Historia personal del boom, en el que Donoso, siempre tendiente a la exageración, adjudica el fin del boom a la Nochevieja (para nosotros “fin de año”) de 1970. En la casa de Luis Goytisolo, Julio Cortázar y Ugné, Gabriel García Márquez y su mujer, Carmen Balcells, la gran agente literaria de todos ellos.
También Jorge Herralde,  editor a quien debemos nuestras mejores lecturas, [1]en una inolvidable Noche de los Libros en el Círculo de Bellas Artes de Madrid (2006)  recuerda esta noche, pero desde otro ángulo: el momento en que entendió que realmente había llegado al conocimiento de Sergio Pitol.
Pero volvamos al texto de Donoso.


“Cortázar, aderezado con su flamante barba de matices rojizos, bailó algo muy movido con Ugné; los Vargas Llosa, ante los invitados que les hicieron rueda, bailaron un valsecito peruano, y luego, a la misma rueda que los premió con aplausos, entraron los García Márquez para bailar un merengue tropical. Mientras tanto, nuestra agente literaria, Carmen Balcells, reclinada sobre los pulposos cojines de un diván, se relamía revolviendo los ingredientes de este sabroso guiso literario, alimentando, con la ayuda de Fernando Tola, Jorge Herralde y Sergio Pitol, a los hambrientos peces fantásticos que en sus peceras iluminadas devoraban los muros de la habitación: Carmen Balcells parecía tener en sus manos las cuerdas que nos hacían bailar a todos como a marionetas, quizás con admiración, quizás con hambre, quizás con una mezcla de ambas cosas, como contemplaba a los peces danzantes en sus peceras».

En su texto, Jorge Herralde corrige a Donoso, y aclara que ni él ni Pitol eran todavía grandes como los otros.
“Mientras, en la casa abierta de los Goytisolo iban desembocando grupos de amigos procedentes de otras fiestas. Y en uno de ellos, el capitaneado por Margarita Obiols y Albert Broggi (que eran ya, y son ahora más que nunca, del círculo íntimo de Pasqual Maragall), iba, felizmente achispado, Sergio Pitol. Y Sergio y yo nos encontramos en un momento de la velada en un observatorio privilegiado, junto a la entrada del salón, y empezamos a comentar la sabrosa jugada y a competir en un torneo cada vez más disparatado, cada vez más carcajadas, rivalizando en maldades, en pérfidos comentarios respecto a las reacciones de los Grandes Protagonistas de la velada, pero just for fun, para vacilar, para pasarlo bien: es decir, perfecto. No sé si, como sugiere Donoso, allí se terminó el boom (me parece una voluntad de geometría discutible en un fenómeno tan poco manejable), pero sí fue para mí el inicio de mi gran amistad con nuestro futuro cónsul. Desde aquella madrugada, mi nuevo amigo no fue sólo un prometedor escritor latinoamericano, un colaborador de las mejores editoriales barcelonesas, un lector voraz y un amigo de tantos amigos. Para mí, Pitol ya fue Pitol.”

          Y para no dejar trunco este debate a través de los años entre Herralde y Donoso, aclaremos que el chileno pensaba que esto era el fin del boom porque fue por entonces que, a raíz del caso Padilla, las opiniones de los escritores latinoamericanos respecto de Cuba realmente dividieron las aguas.[2]


Una presencia invisible en Santiago

Otra experiencia inolvidable: el cumpleaños de José Donoso en Santiago de Chile 1994. Antes de viajar, como un detalle marginal, dos motociclistas me roban la cartera en la que llevo bastante dinero, al salir del banco. Esto se llamará, ya cuando se haga una costumbre, “salidera de banco”. Me invitan los organizadores de la celebración y es Kive Staiff, en ese momento director de asuntos culturales de la cancillería, el que financia mi viaje.
Pitol no había ido al cumpleaños, aunque se lo había invitado. Pero la prensa del evento, seguramente confiando en las listas, lo dio como presente. Yo tenía de él apenas algunas referencias, pero fue años después, cuando busqué sus libros, que empezó a interesarme como escritor y como sombra evanescente.
Había publicado en septiembre, es decir un mes antes, del cumpleaños, una entrañable nota sobre Donoso, titulada “José Donoso cumple setenta años”. Y eso contribuye a la confusión.

Y como los recuerdos llevan a los recuerdos, y los propios se mezclan con los ajenos, quiero compartir, como parte de estos recuerdos míos, los de Pitol, como contracara de las imágenes que se han contrapuesto en los últimos tiempos, a esta del escritor entregando su vida a su tarea.


Pitol llega a Barcelona en 1969 –el mismo año en que visité Chile por primera vez- y su primera visita es a los Donoso en su piso de Valvidriera. Para llegar a Valvidriera había que tomar el funicular desde Sarriá, “que distanciaba al autor del mundo”, y le permitía palpar el rumor de la ciudad, pero también sumergirse en su escritura. Fueron dos años los que Pitol pudo visitar aquella casa, y ambos coincidieron en algunas presentaciones de libros, entre ellas aquella de la Historia personal del boom, que ya mencioné más arriba.



Donoso no bajaba mucho a Barcelona, y Pitol lo recuerda así:
          “El cumplía la fracción de destino que en ese sitio le estaba reservada; un cambio era inminente, y todo a su alrededor conducía a ello. Escribía –y la tenía ya muy avanzada a mi llegada-, una novela que marcó un momento de suma importancia en su vida creativa: El obsceno pájaro de la noche. (…) De pronto, el esfuerzo de Donoso, ese reto asombroso al que se enfrentaba en silencio, comenzó a crear un peso cada vez más preciso en los medios literarios catalanes.(…) Nuestra pereza, nuestro desperdicio,  nuestra facilonería, nuestras muchas culpas y omisiones nos parecían más ligeras al saber que en la colina de Valvidriera un hombre luchaba a brazo partido  con su trama, se sumergía diariamente en sus infiernos personales para destilar de ellos una obra que nunca acabaría de sorprendernos. (…) Esa generación de autores novísimo {se refiere a los jóvenes} fue la primera en comprender que cerca de ellos vivía y ejercía su oficio un escritor excepcional. Excepcional, sobre todo, por ser un escritor libre de cualquier atadura, lo que en la España del momento apenas resultaba concebible. Donoso era un anarca que incitaba a la libertad más absoluta, aunque esa incitación fuera hecha con la mayor intransigencia.”[3]


*Enrique Vila-Matas y los falsos recuerdos

Como todo en los recuerdos literarios está ligado, y las lecturas son precisamente un ir y venir, antes que nada vuelvo a aquella historia de Enrique Vilas-Matas en su libro París no se acaba nunca[4], que leí en el 2007. Otra vez Pitol mencionado por otro escritor, como un personaje entre misterioso y travieso. [5] Probablemente todavía yo no había descubierto lo que el mismo Vila-Matas dice de sí mismo -“su incapacidad de decir la verdad”-, y tomé, en un libro que por cierto es de recuerdos, la historia que contaba al pie de la letra.
Y es así: en los 70, cuando vivió en París, Vila-Matas había asistido a una charla de Borges en la librería Zékian, de la rue Littré. Se trataba de una librería situada en el segundo piso de una casa, detrás de una puerta pintada de blanco. Y como el autor recuerda desde treinta años después, al pasar en su regreso al hotel por la puerta, siempre recordaba la últimas frase de de Borges en aquella charla. “Intento no pensar en cosas pasadas porque si lo hago, sé que lo estoy haciendo sobre recuerdos, no sobre las primeras imágenes. Y eso me pone triste. Me entristece pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud.[6]
Se pregunta qué habrá allí ahora, pero no se decide a averiguarlo. Hasta que una tarde, refugiado en el Café de Flore a causa de la lluvia, se encuentra con Sergio Pitol. Y este asume con entusiasmo el control de la expedición al lugar, aclarando que no se irán de allí hasta averiguar quien ocupa el lugar exacto donde Borges habló de los falsos recuerdos de la juventud.
Suben, ya no hay una puerta pintada de blanco, hay dos puertas de otro color, y es difícil decidir cuál de las dos pertenece a la antigua librería Zékian. Deciden llamar al de la izquierda. Pero aunque insisten, nadie responde. Entonces ven que se levanta la mirilla de la otra puerta. Alguien los espía, llaman allí y los atiende con muchas precauciones una señora anciana, a la que Pitol le pregunta, súbitamente inspirado, y en francés, si el señor Borges vive allí enfrente. La señora contesta “Viven ahí, pero no están, no están nunca.”
Y Vila-Matas, a su vez, al recordar, cuenta que le pareció que Pitol se movía como dentro de alguno de sus relatos, donde lo cuenta todo, pero nunca revela el misterio.

A mí me atrajo mucho esta historia, y sobre todo una frase sobre la escritura de Pitol, que siempre recuerdo: “sus cuentos serían cuentos cerrados si acabaran revelándonos algo que jamás nos revelarán: el misterio que viaja con cada uno de nosotros.”

El origen de todos los misterios

Pero volvamos otra vez a aquella vez que oí su nombre, vinculado a Donoso, en una amistad para mí desconocida. Yo había leído El desfile del amor y Nocturno de Bujara. Los había comprado en Montevideo y en algún viaje a Barcelona, porque la distribución de libros de autores no demasiado populares nunca fue muy buena en Argentina.
En la lectura azarosa y desordenada de la obra de Pitol llegué entonces a El arte de la fuga, donde cuenta  su experiencia de adulto con un hipnólogo, y el doloroso viaje a su infancia. Pero antes de llegar a esto, en los Escritos autobiográficos, está la anécdota de cómo fue que se encerró a leer. Vivía con sus abuelos, y había estado enfermo. Un buen día, un grupo de chicos lo invita a jugar a la pelota. Le explican cómo se juega y el chico, feliz de tener amigos, se integra al juego. Pero ocurre algo quizás previsible: otro chico es golpeado, y cuando un adulto pregunta quien ha sido, todos acusan al chico nuevo.
Sergio se va corriendo y llorando y sin decir nada, le pide a su niñera que lo ayude con su libro de lectura. Cuando llegan los mayores y le preguntan por qué no está jugando, les responde que por ahora se va a dedicar solamente a la lectura.
Y esto remite, porque volveremos a repetir que todos los textos de Pitol están increíblemente entrelazados, al último texto de su extraordinario y ecléctico El viaje –un catálogo imprescindible de opiniones literarias- , “Iván, niño ruso”. El texto donde sabemos del refugio infantil y del arte de la fuga del dolor: Sergio camina hacia la fábrica de azúcar, vacía, se sentaba “sobre el bagazo tibio. Desde una altura regular contemplaba una cañada que terminaba en un muro de árboles de mando. Sabía yo que detrás de esos árboles corría el río Atoyac, el mismo en donde, unos cuantos kilómetros más abajo, se había ahogado mi madre.”[7]
 El libro comienza con una declaración de ambigüedad: "A veces es divertido provocarse. Claro, sin abusar; jamás me encarnizo en los reproches; alterno con cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aun con cierta complicidad. De ese juego nace mi escritura". Y termina con la declaración de su propia imposibilidad de decir toda la verdad: "Era yo un niño bastante loco, muy solitario, muy caprichoso, me parece. Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo. A veces, más tarde, con unas copas, volvían a surgir, lo que me encolerizaba y deprimía a un grado desproporcionado. La única excepción fue la de mi identificación con Iván, niño ruso, que aún a veces me parece ser auténtica verdad".
Pero en esta especie de dietario [8] aparecen otros escritores, algunos de los que se habían transformado en personajes para mí provistos de encanto e intriga, como Marina Tsvietáieva, Meyerhold, el mismo Gogol de quien no conocía algunos episodios de la v ida, Ossip Mandelstam. Y de pronto, como el encuentro casual en un café, junto a la catedral de San Basilio, en Moscú, Pepe Donoso.

Hacía varios años que no se veían, y coinciden en un comentario: prefieren Moscú a Leningrado[9] y Donoso remarca que ésta  ha sido edificada con un plan arquitectónico y por eso tiene una homogeneidad que le quita interés.
En El viaje aparecen los rituales de la antigua Colquide, la actual Tiflis, así como a Pitol le interesan particularmente las historia de los alquimistas en Praga. Colquide: antigua región donde se albergaba el vellocino de oro, y hacia allí parte Jasón con su tripulación en el Argos, para enamorarse  de Medea, una de las princesas hechiceras, hermana de Circe, hija del rey Letes, que lo ayuda a conseguir su objetivo. Todo lo mágico es en la obra de Pitol trasladado a México, donde inventa rituales de origen como los del “niño cagón”, que terminan convirtiéndose en carnavalescas escenas, donde, como dice Vila-Matas, el misterio nunca es revelado.

“La inspiración es el fruto más delicado de la memoria”

Después de mis primeras lecturas,  comenzaron mis intentos de dar con él. Yo transitaba por diferentes espacios de la gestión cultural. Comité de cultura de la Feria Internacional del Libro, Dirección de Bibliotecas de la ciudad, Biblioteca Nacional. Mi vinculo con la embajada de México y su agregado cultural terminaron definiéndome que había un misterio alrededor de Pitol: no viajaba, no estaba bien, y finalmente alguno de mis amigos mexicanos (Villoro o Bellatin) me hablaron de una extraña enfermedad que lo aislaba.
Ya había desistido completamente de la visita de Pitol  a Buenos Aires. Era una época en la que yo viajaba dos veces por año a Madrid, y compraba allí los libros que no llegaban o llegaban mermados a Buenos Aires. Empezaba a interesarme la autobiografía como género, luego de haber trabajado con las biografías de dos mujeres (Alfonsina  Storni, Salvadora Medina Onrubia) y había comprado Semillas de gracia, del inglés Thomas Mermall, un libro publicado poco antes de que el autor muriera, prologado por Antonio Muñoz Molina[10].
Encontré entonces en mi amada Casa del Libro, de Gran Vía, Una autobiografía soterrada, de Sergio Pitol. En la portada, su figura, en Madrid, en la puerta de Alcalá, con gorra y bufanda. Y al empezar la lectura de este libro escrito en dos mil diez, el alivio de saberlo capaz de hilar estas memorias, casi como cuando Borges, tan admirado por Pitol, escribe uno de sus cuentos aparentemente más planos, “El sur”,  luego de un episodio de salud –una infección- que lo lleva a un estado de delirio del que pensó, al recuperarse, que nunca más le permitiría escribir.
Porque Pitol abre su libro con el siguiente texto:
“Ayer al mediodía me interné en el Centro Internacional de Salud “La Pradera”, a media hora de La Habana: por la tarde exámenes y visitas a los doctores. Me explicaron el tratamiento al que me deberé someter; por las mañanas me extraerán sangre, la enriquecerán con ozono en un recipiente al alto vacío y la reintegrarán al organismo por la misma vena. Esa operación no demorará más de una hora. Tendré, pues, todo el día para descansar, leer, hacer ejercicio en un inmenso jardín, y recapacitar sobre mis males y sus posibles remedios. Estoy atrasado en todos mis trabajos; procuraré escribir y leer con toda tranquilidad.”[11]


Leer esto fue como si Pitol me estuviera hablando a mí, develándome todas mis incógnitas, saliéndome al cruce, diciéndome “aquí estoy, todavía escribo, tengo muchas reservas y no voy a entregarme tan fácilmente.”
Y otra vez uno de sus maravillosos libros de misceláneas, un dietario, un lugar donde volverse a encontrar con el Pitol de otros libros, siempre igual, siempre distinto, siempre nuevo, con esa intertextualidad de su propia obra que hace que el lector se reencuentre consigo mismo y sus propios recuerdos. Los otros: Borges, Chejov, Henry James, Gombrowicz. Y explica cómo en 2003, por falta de salud, se dedica a compilar su obra para la edición de Obras reunidas.
Su primer trabajo, “Diario de “La pradera”, que es donde Pitol se permite hablar de su experiencia en Cuba y de su salud, termina con esta alentadora esperanza:
“La cura ha dado resultados sorprendentes. (…) el problema del lenguaje”, dice, “puede ser resultado de fatiga o de temor a las vicisitudes de la vejez. (…) Hacía muchos meses que no lograba escribir, desde enero, me parece. Se me escapaban las palabras, se me quedaban a medias, me confundía  con las conjugaciones, con el uso de las preposiciones, se me paralizaba la lengua. Al tratar de leer lo que perpetraba en mis cuadernos durante los últimos meses encontraba fragmentos de algo parecido a un Finnegan´s Wake del paleolítico inferior grabados en piedra por algún aturdido hombre de Neanderthal.” 

Había  perdido las esperanzas de conocerlo, de ver de cerca a este hombre cuya historia y cuya literatura, prolongación de su historia, fui enhebrando a lo largo de los años. Pero la suerte iba a cambiar, ofreciéndome una pequeña recompensa. Era el mes de diciembre en Guadalajara, año dos mil doce. Una Feria del Libro como siempre pujante, como siempre llena de sorpresas y de ideas originales. Poco tiempo para poder abarcar todas las delicias que fascinan al lector empedernido. Feria dedicada a Chile, país de mis amigos entrañables, y entre las actividades, por ejemplo, la presentación de Los círculos morados, el primer tomo de memorias de mi amigo Jorge Edwards.
          Y  entonces lo vi, en la presentación de Memoria, una preciosa edición homenaje de su  Autobiografía inicial,  de pie, ante la mesa de las firmas en la puerta del salon donde alguien hablaba de otras cosas, pero donde en un rato lo homenajearían a él. Compré mi ejemplar, me acerqué, pude decirle tímidamente cuanto lo admiraba, todo lo que había leído de su obra a través de los años,  y en su expresión pude ver un fulgor que respondía a mi entusiasmo. Le alargué el libro, abierto en la primera página y entonces vi que lo acompañaba un chico joven, a quien él miró, y entonces el chico me preguntó mi nombre y fue dictándoselo, letra por letra, hasta que con une letra picuda quedó la dedicatoria, en este libro que será para siempre su memoria.
          Coda. En el prólogo a Los mejores cuentos, Enrique Vila-Matas vuelve a referirse a lo que llamo la anécdota de París. Es decir, la visita al segundo piso de la Rue Littré acompañado por Pitol y la respuesta misteriosa de la vecina de enfrente. Pero aquí Vila-Matas se sincera -¿se sincera?- y admite que la anécdota fue una invención, un suerte de homenaje a Borges, a Pitol, a la fantasía, a la ficción, y que en realidad algo parecido ocurrió cuando con el mexicano quisieron visitar la casa natal de Marcel Proust. Como se trataba de una casa de pisos, era difícil saber cuál era el lugar que buscaban. Entonces se decidieron por el segundo piso, llamaron y una señora mayor los atendió con la puerta entreabierta. Entonces Pitol preguntó, súbitamente inspirado, “¿Madame Beatriz de Moura vive aquí?”[12]. Ante lo cual la respuesta fue que los de Moura vivían en el piso de enfrente, pero que nunca estaban. Y se fueron de allí con la sensación –dice Vila-Matas- de que habían estado cerca de la verdad, pero que en todo caso, el cuento había terminado.
         
Entonces le robo a Vila-Matas su cita de Gamoneda y encabezo con ella este recuerdo. Porque algo parecido siento yo: tal vez el hombre que me firma Memoria con su letra picuda, es solamente una parte de ese paisaje donde distintos hombres llamados Sergio Pitol transforman la invisible verdad en ficción. Me siento entonces parte de ese paisaje, y quizás, como en “El jardín de senderos que se bifurcan”, en otro recodo del jardín podré finalmente, lejos de “las afueras hostiles”, conversar con él de su vida secreta. Pero eso será ya otro de sus cuentos.
















[1] Dueño y editor de Anagrama, lo conocí en Buenos Aires en los años 90 y le hice una entrevista para un matutino, que nunca se publicó.
[2] El caso Padilla es el tema del libro de Jorge Edwards, Persona non grata, y de él hablamos al relatar mi amistad con Jorge.
[3] Sergio Pitol, La patria del lenguaje. Lecturas y escrituras latinoamericanas, Buenos Aires, Corregidor, 2013.
[4] Enrique Vila-Matas, Paris no se acaba nunca, Barcelona, Anagrama,
[5] Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca, Barcelona, Anagrama, 2003, pag. 150.
[6] Ídem, pag. 148.
[7] Sergio Pitol, El viaje, Barcelona, Anag4rama, 2000.
[8][8] Luego leería el Dietario fundamental, de Enrique Vila-Matas
[9] Leningrado, como es sabido, es hoy nuevamente San Petersburgo, que fue fruto de la planificación del zar Pedro I con la intención de trasladar allí la capital y abrir Rusia a Europa.
[10] En el viaje a Madrid, en el avión, leí la noticia de la muerte de Mermall (era el 22 de septiembre de 2011) un profesor húngaro que había huido junto con su padre, en una increíble historia de supervivencia. Mermall y su padre se instalaron en EEUU, donde el chico de seis años en 1941, al que su padre logró salvar de los soldados alemanes escondiéndolo en un bosque, se convirtió en un hispanista que enseñó en universidades americanas y publicó libros sobre Ortega y Gasset, Francisco Ayala y otros.
[11] Sergio Pitol, Una autobiografía soterrada, Barcelona, Anagrama, 2011.
[12] Beatriz de Moura es la prestigiosa editora de Tusquets, Barcelona.

1 comentario:

  1. Gracias Josefina,nadie mejor que vos para hacer mapas de lecturas y homenajerar a un Escritor como Sergio Pitol.

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