viernes, 19 de octubre de 2012

E n c u e n t r o

Ellos dos caminan por la calle Libertad, frente a la plaza que lleva el nombre del asesino de Dorrego. Ella va tomada de su brazo, como en los sueños que la persiguen hace casi diez años. Parece mentira que este nmomento sea real, que no pertenezca a una de aquellas imágenes que la acechan por las noches, a pesar del tiempo que pasó. El está más viejo, pero conserva su aspecto de hombre guapo. Qué tontería, piensa ella, usar la palabra guapo aquí donde no existen más que sinónimos perecederos. Mi madre hubiera dicho guapo, en Madrid lo dicen todavía personas de mi edad, él mismo acaba de decirle que está guapa mientras almorzaban en ese absurdo restaurant del hotel, mesas de laca negra y manteles colorados. Y un mozo cómplice sin saber bien de qué.
De pronto empierzan a escucharse unos gritos rítmicos, las calles se agitan con las banderas llenas de leyendas, y ellos se detienen a mirar, como cada vez que un paseo es interrumpido por alguna circunstancia notable. Casi no es necesario decirse nada, los dos comparten, ese mirar las cosas como si en sí mismas pudieran constituir pequeñas historias, núcleos narrativos, diría ella en sus clases a los chicos de quinto año. Y como por arte de magia, ella lo ve, a unos pasos. La está mirando con esa mirada suya inexplicable, mezcla de ironías pero también de saber, un chico de apenas dieciocho años que consigue perturbarla como