sábado, 14 de marzo de 2020

Escribir con Borges


 

                        “Estoy ausente porque soy el narrador”
                                                El libro de las preguntas, Edmond Jabes.
Más allá de lo anecdótico, de lo que darán cuenta sin duda periodistas y quizás historiadores de la vida literaria, haber participado de la escritura junto a Borges significó para mí una experiencia reveladora. Si quiero trasmitirla a otros, lejos de la pretensión de decir algo nuevo sobre su obra literaria, es porque creo sin lugar a dudas que la persona de un escritor es su escritura y viceversa. Nadie que no tenga grandeza en el trato cotidiano podrá decir más que lo que otros dijeron, y ningún acercamiento crítico podrá develar cuál es el lazo misterioso entre la persona y la escritura.
Borges ha contado infinitamente las mismas anécdotas. Claro, no podía rescribir su vida para volver a contarla, y por otra parte, su vida parece haber sido corta en episodios destacables. Sin embargo, pensar acerca del momento en el que el escritor decidía volver al pasado para repetir –para mí era la primera vez- por ejemplo, cómo volvía en tranvía desde la calle Carlos Calvo, de la biblioteca Miguel Cané, leyendo la Divina Comedia, me remitía inmediatamente a la desesperanza, a tantos momentos en los que uno mismo piensa en qué medida vale la pena continuar con lo emprendido, y sobre todo, me remitía a este hombre absolutamente ligado a la felicidad a través de los libros. Y esto me importa, porque pocas veces conocí escritores verdaderamente “literarios”. Muchas veces el placer se posterga para dejar lugar a otros mecanismos menos vitales. Cuando Borges hablaba acerca de este viaje en tranvía, siempre terminaba diciendo: “Yo pensaba que algún día todo sería distinto.”
Llegar a él era fácil, a veces abría él mismo la puerta, pero a mí, enviada por una editorial para ayudarle a escribir un prólogo a Shakespeare, me tocó llamar por teléfono hasta estipular un horario y un mecanismo de trabajo. “Llame mañana”, me decía. Y todo volvía a empezar. Por otra parte, esta actitud se confundía con mi propia timidez, mi penosa falta de habilidad para insistir y convencer a alguien que, en ese momento, me inspiraba una mezcla de miedo y de rechazo. Para mí él era un genio, a quien mejor sería no conocer, dejarlo en la sombra, como el caminante inspirado de aquellas calles del barrio sur que eran las mismas que a mí me gustaba recorrer, el escritor que en el despacho de la Biblioteca Nacional de la calle México nos había recibido a un amigo poeta y a mí, veinte años antes, para que habláramos de algo que todavía no era un tópico en su discurso: Ascasubi, injustamente postergado a Hernández, y la timidez de los porteños, ejemplificada con unos versos de Enrique Banchs.
No me resultaba grato tener que someterme a todo esto, pero un día, el menos esperado, Borges me dijo “venga ahora” y tuve que salir dejándolo todo para cumplir con el compromiso instaurado arbitrariamente por él. Llegué, desayunaba su tazón de copos sobre un mantel que era la bandera de Gran Bretaña, todo me resultó desagradable, y él notó mi desagrado. Fue cruel. “¿Le molesta ver comer a un ciego?” ¿Cómo contestarle? Renuncié a hacerlo desde una piedad que por supuesto él no creería y que a mí me incomodaba. Es decir, evadí la respuesta.
Y entonces comenzaron los tres meses más importantes de mi formación intelectual.