martes, 14 de junio de 2016

Escribir con Borges




                        “Estoy ausente porque soy el narrador”
                                               El libro de las preguntas, Edmond Jabes.

Más allá de lo anecdótico, de lo que darán cuenta sin duda periodistas y quizás historiadores de la vida literaria, haber participado de la escritura junto a Borges significó para mí una experiencia reveladora. Si quiero trasmitirla a otros, lejos de la pretensión de decir algo nuevo sobre su obra, es porque creo sin lugar a dudas que la persona de un escritor es su escritura y viceversa. Nadie que no tenga grandeza en el trato cotidiano podrá decir más que lo que otros dijeron, y ningún acercamiento crítico podrá develar cuál es el lazo misterioso entre la persona y la escritura.
Borges ha contado infinitamente las mismas anécdotas.
Claro, no podía rescribir su vida para volver a contarla, y por otra parte, su vida parece haber sido corta en episodios destacables. Sin embargo, pensar acerca del momento en el que el escritor decidía volver al pasado para repetir –para mí era la primera vez- por ejemplo, cómo volvía en tranvía desde la calle Carlos Calvo, de la biblioteca Miguel Cané, leyendo la Divina Comedia, me remitía inmediatamente a la desesperanza, a tantos momentos en los que uno mismo piensa en qué medida vale la pena continuar con lo emprendido, y sobre todo, me remitía a este hombre absolutamente ligado a la felicidad a través de los libros. Y esto me importa, porque pocas veces conocí escritores verdaderamente “literarios”. Muchas veces el placer se posterga para dejar lugar a otros mecanismos menos vitales. Cuando Borges hablaba acerca de este viaje en tranvía, siempre terminaba diciendo: “Yo pensaba que algún día todo sería distinto.”
Llegar a él era fácil, a veces abría él mismo la puerta, pero a mí, enviada por una editorial para ayudarle a escribir un prólogo a Shakespeare, me tocó llamar por teléfono hasta estipular un horario y un mecanismo de trabajo. “Llame mañana”, me decía. Y todo volvía a empezar.


Por otra parte, esta actitud se confundía con mi propia timidez, mi penosa falta de habilidad para insistir y convencer a alguien que, en ese momento, me inspiraba una mezcla de miedo y de rechazo. Para mí él era un genio, a quien mejor sería no conocer, dejarlo en la sombra, como el caminante inspirado de aquellas calles del barrio sur que eran las mismas que a mí me gustaba recorrer, el escritor que en el despacho de la Biblioteca Nacional de la calle México nos había recibido a un amigo poeta y a mí, veinte años antes, para que habláramos de algo que todavía no era un tópico en su discurso: Ascasubi, injustamente postergado a Hernández, y la timidez de los porteños, ejemplificada con unos versos de Enrique Banchs.
No me resultaba grato tener que someterme a todo esto, pero un día, el menos esperado, Borges me dijo “venga ahora” y tuve que salir dejándolo todo para cumplir con el compromiso instaurado arbitrariamente por él. Llegué, desayunaba su tazón de copos sobre un mantel que era la bandera de Gran Bretaña, todo me resultó desagradable, y él notó mi desagrado. Fue cruel. “¿Le molesta ver comer a un ciego?” ¿Cómo contestarle? Renuncié a hacerlo desde una piedad que por supuesto él no creería y que a mí me incomodaba. Es decir, evadí la respuesta.
Y entonces comenzaron los tres meses más importantes de mi formación intelectual. Porque ni siquiera haber sido su alumna en literatura inglesa supera haber podido compartir las ideas que surgen de la reflexión sobre lo escrito o por escribir. Sentada a la mesa del cuarto de su madre, con una fotografía de Borges bebé, con flequillo, tecleaba, en la pequeña máquina de escribir Olimpia, frases terminadas antes de ser escritas. Borges, sentado a un costado, perdía sus ojos vacíos y pensaba en voz alta. Sobre todo, me hacía sentir imprescindible, porque no tenía ningún rasgo de soberbia o de autoritarismo. El “a usted le parece mejor así” era constante, y dejaba abierta la posibilidad de opinar como si uno mismo fuera su otro yo, un yo crítico.
No era fácil aflojarse y sentir que podía convertirme en la buena amiga de un hombre siempre solo. Y digo esto porque no creo que esta condición de soledad que da la ceguera haya sido atravesada por nadie. En este Borges que yo frecuenté en mil novecientos ochenta había una vitalidad por cierto encantadora, que lo hacía disfrutar del pañuelo perfumado en su bolsillo, de la elección de un bastón y de los paseos de mi brazo. Pero no me engaño: este papel era absolutamente intercambiable, algo así como la reproducción que por medio de la escritura él mismo hizo de temas a los que nunca agotó, porque supo plantear a través de ellos las preguntas exactas, multiplicadas hasta el infinito. Digo eso: las personas a su lado sin duda tendrían los matices de la particularidad, pero eran la casi infinita reproducción del papel de la amiga que acompaña a un hombre encantador y que sabe dialogar con él.
Y digo los matices de la particularidad porque Borges era un hombre perceptivo. Sería un lugar común, extremadamente común, decir ahora que la ceguera lo hacía perceptivo. Creo más bien que la causa era su extrema dependencia afectiva, la necesidad que a veces tiene un chico de mirar a fondo el rostro de la madre y preguntarle con miedo si lo quiere. Me acuerdo cómo, una mañana, yo llegué un poco melancólica y él me preguntó qué me pasaba. A continuación, la pregunta fue si yo era cobarde en el amor. Y así fue como supe el final de su breve historia matrimonial, de la que escapó por no atreverse a decirle a su mujer que no quería seguir casado con ella.
Algo nunca explorado en las entrevistas fue, quizás, su capacidad de recordar un Buenos Aires muy antiguo para nosotros. Yo le oí algunos episodios del Buenos Aires de su madre, con calles empedradas y coches de caballos, así como el relato del episodio del Carnaval en su casa de la calle Serrano, con los policías de a caballo entrando en el jardín para perseguir a unos disfrazados y el miedo del chico. Un Borges casi siglo XIX, el eslabón de una generación con la que le precedió. Y sobre todo, la increíble capacidad de anticipar, a través de la metabolización de sus lecturas, una literatura que cierra el siglo veinte y anticipa probablemente su propia disolución.
Escribir con él resultaba muy esclarecedor. Borges se quedaba callado y yo, casi sin respirar, esperaba que luego él comenzara a dictarme. Amanuense de alguien que, si bien ya se rescribía, no cedía a la facilidad de retomar otros textos anteriores y hacer con ellos un collage. Porque el texto era él, estaba en su prodigiosa cabeza, en su prodigiosa memoria. Luego, otra vez, corregirlo, cuando ya parecía que el texto era definitivo. Para él, la prueba era leerlo en voz alta. Algunas veces me pedía a mí que lo leyera, otras lo repetía de memoria, sin ayuda. De pronto, pedía un libro, había que caminar hacia la biblioteca del comedor y buscar allí la forma de corroborar algún dato, algún nombre, a veces el significado segundo de una palabra.
Aprendí a leer en Shakespeare las metáforas legales, a encontrarle el sonido adecuado a los dos registros del inglés, el latino y el sajón. Borges leía en voz alta algunos versos, sobre todo de Macbeth, con ese inglés fuerte y varonil de su voz. Un día, ante mi perplejidad, inventó un personaje a quien citar. Lo hizo con humor, buscando sorprenderme, y cuando me di cuenta de que estaba asistiendo a uno de los mecanismos preferidos de Borges, no supe qué decir. “Nadie se va a dar cuenta, dijo él, primero creerán que es alguien a quien solamente yo conozco. Vamos a darles un poco de trabajo." Releyendo su prólogo ahora no puedo identificar cuál es la fuente falsa. Algunas de sus citas parecen tan verdaderas, y otras no pueden ser corroboradas. Finalmente, la broma dio forma a su humor.
Y sin duda ésa era la consigna. Hacer trabajar al lector. José Saramago dijo en Buenos Aires que Borges no buscaba a los lectores, buscaba más bien que los lectores se acercaran a él. Porque él mismo era el reverso de un lector, el escritor-lector paradigmático, siempre releyéndose, siempre rescribiéndose. A veces un día de trabajo eran algunas líneas. Me volvía a casa con la sensación de haber perdido el tiempo, de estar defraudando a la editorial que me pagaba y le pagaba por algo producido en tiempo record. Una vez le dije que yo misma era incapaz de ponerle límites, de ser estricta con él en el trabajo. Se rió y me dijo, “ya lo sé, me doy cuenta”.  Así fue que una mañana tuve que leerle el comienzo de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, porque su misión como jurado del premio Cervantes hizo que tuviera que elegir entre Rulfo, Octavio Paz y Juan Carlos Onetti. Opiné vehementemente a favor de Rulfo. “Un compadrito de la literatura”, dijo de Onetti, mientras almorzábamos en el restaurante de la calle Paraguay, a la vuelta de su casa. Rulfo no le gustó. Criticó una fantasía a su juicio injustificada, y terminó eligiendo a Octavio Paz. No creo tampoco que estuviera demasiado conforme con la elección, pero sin duda el mejicano reunía para él la condición de universalidad que él mismo compartía.
A veces hablaba de su familia. Los recuerdos más entrañables eran los de su hermana Norah, a quien no veía demasiado por entonces. Borges era frágil, se lo notaba sin embargo con una fortaleza construida a fuerza de voluntad, de pasión por su trabajo. Los viajes lo alegraban pero también le daban miedo, y la superstición consistía en no decir que viajaba casi hasta el momento de salir. Más de una vez llegué y la valija abierta sobre la cama de su madre me decía que Borges se iba esa tarde. A Roma, a Estados Unidos, a Madrid. Lugares lejanos que le planteaban nuevos auditorios, nuevos lectores.
Una mañana llegué y las cámaras de la Radio Televisión Italiana se habían apoderado del living. El tema eran los desaparecidos, y Borges había armado un discurso consistente, verosímil, que le permitía exponer algunos de sus principios liberales: libertad de expresión, derecho a la justicia. Un ramo de rosas en la mesa del living era el testimonio del agradecimiento de los periodistas italianos.
Y luego estaban las estrategias del ciego. Preguntaban cómo eran sus amigos, a los que no podía ver, y luego supe que a otros les preguntaba por mí. A veces se levantaba desanimado y decía, “un hombre como yo, viejo, ciego”. Resultaba difícil animarlo, pero yo trataba. La respuesta era ésta: “estar aquí, con usted, oyéndola, y no poder  saber cómo es su cara.” Una vez hablábamos de Alicia Jurado, y él dijo que tenía un hermoso pelo largo. A continuación me preguntó cómo era el mío. La pregunta me molestó, sentí que se transgredía el límite de la amistad. “Muy corto”, dije yo, mintiendo. No sé si me creyó.
Un trece de diciembre, después de haber trabajado tres meses, dimos por terminadas las catorce cuartillas del prólogo. Un prólogo que tiene toda la belleza de las paradojas borgianas, así como la sabiduría de una lectura que encierra el mundo de un hombre inteligente. Borges me dio ese día, como recuerdo, una edición del Quijote, de la editorial Espasa-Calpe. El final del trabajo era el final de nuestra amistad. Sin embargo, no fue así. Su cordialidad no le permitía perder la amistad de nadie, y así como, mientras lo esperaba, muchas veces lo escuché hablar por teléfono con otras amigas, yo misma pude volver al departamento de la calle Maipú en otras ocasiones. Para conversar, para leerle algo, llevando a amigos como el escritor chileno Jorge Edwards, que no lo conocía, en compañía de José Donoso, que compartió con Borges y conmigo un jurado de cuento. Una de las virtudes que siempre resaltó en los argentinos fue el don de la amistad.
No sé qué pasa hoy con el departamento de la calle Maipú, con los objetos que adornaban la austeridad de sus cuartos, con aquella pequeña habitación de la esquina donde me senté tantas mañanas. Los cuadros de Norah Borges, los jarros de plata antigua, su cama de hierro, otros muebles pequeños. Nuestro país, tan proclive a las guerras internas, ha generado nuevos bandos en torno a la figura de Borges. Nada más grotesco, nada más inútil.
Borges es sus libros, el eco de su voz, felizmente guardada en documentos audiovisuales, aquella sabiduría irónica que lo llevó muchas veces a equivocarse en sus opiniones políticas y literarias, y otras a acertar. No es justo construir una imagen apócrifa, como no es justo poner en su boca cosas que nunca hubiera dicho o que nadie oyó. La única justicia que él merece, como tantos otros creadores geniales, es que su obra, único testamento comprobable, sea leída y apreciada por infinitos lectores.
 Aun cuando él mismo no creía en la figura del éxito, sus lectores y ocasionales amigos sabemos cuánto hubiera querido encontrarse por la calle con alguien que lo reconociera como al Borges escritor. Al otro, al de las inagotables entrevistas, él mismo no lo reconocía. Al primero, al hombre literario, va este homenaje y mi recuerdo en sus cien años.


Publicado en Espacios de crítica y producción, número dedicado a los cien años de Borges.
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, nº 25, noviembre-diciembre 1999 homenaje y mi


1 comentario:

  1. Un verdadero placer la lectura de este homenaje a Borges que permite asomarse a su intimidad y conocer algo más de su persona a través de Ud. a quien ya admiro aunque es poco lo que he leído aún. Gracias.

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