jueves, 18 de febrero de 2016

Hombre que vende castañas

    

                     


Yo crecí en una casa baja del barrio de San Cristóbal, y tenía dos abuelas. En realidad solamente una, Ángeles –yo también me llamo así de segundo nombre-; la otra era su hermana, y se llamaba Encarnación. Las dos eran andaluzas, de Granada, y apenas si bordearían los sesenta años. Pero vestidas de negro, con faldas por los tobillos, sombrero negro con tul -Ángeles - para los paseos, madrugones y misa con rosario las dos, eran para mí seres lejanos.
A ellas les debo las historias de mi infancia: los ladrones que se escondían en la fuente, las princesas que cuidaban a su padre encerradas en el palacio árabe, las canciones que más tarde encontraría en las recopilaciones de Federico García Lorca –“ese galapaguito no tiene mare…”, “por qué te bañas en el Genil, en el Genil/ porque es un río de amores lleno/ y todo lo bueno se baña allí”…
Pero también la crónica de costumbres que me llevarían a Salobreña, 
el pueblo a orillas del mar donde nació mi madre: ir por las tardes a la playa muchachas y muchachos, tocar la guitarra; en la casa, guardar el aceite de oliva en orzas de barro,  y en el invierno, cocinar castañas en la chimenea. Comerlas apenas cocidas, con un gusto que solamente tienen así.


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Pasaron los años y muchas veces intenté recuperar el sabor de aquellas castañas que solamente me había llegado a través de los relatos familiares. Alguna vez probé con las castañas de nuestra quinta de San Justo –un hermoso árbol donde no llegaban a madurar los frutos por esas extrañas cualidades de los distintos climas y las distintas tierras- , robé los marrons glacé que mi madre escondía cuando mi padre se los regalaba, canté con la letra de Héctor Pedro Blomberg “la lluvia de otoño mojó los castaños, /pero ya no estabas en el bulevar…/ muchachita criolla de los ojos negros, /tus labios dormidos ya no han de cantar…”:  imposible recuperar mi leyenda.

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Ahora estoy aquí, en esta esquina de mi barrio que ya no es San Cristóbal. En diagonal, un edificio racionalista, tan del Buenos Aires que se modernizó en los años treinta. La otra esquina: art déco. Y la tercera, una torre de vidrio que no tiene más que eso:
ventanas desde donde mirar. Como hago yo, en esta mesa en la que he leído y escrito en los últimos años. No es mi casa, vivo cerca, pero aquí me aíslo de todo lo cotidiano y  las camareras ya son mis amigas.
Periódicos, revistas, desde hace poco algunos libros que seguramente alguien dejó ese día fijado ya como costumbre, en el que se abandona un libro leído para que otro pueda leerlo. Hago una pausa en mi trabajo  –una crónica sobre un lugar al que viajé después de mucho desearlo- y abro las páginas del diario de hoy. Un titular en dos cuerpos y tipos de letra distintos me llama la atención:
T A P A D A S
                                                                El velo islámico se impone en Turquía

Y debajo, una foto indudablemente actual. Tres mujeres con chador caminan por una calle de Estambul, bolsos de moda y cubiertas de negro hasta los pies.
Entonces acudo a mis fotos, tomadas en Estambul hace cinco años. La maravilla de la tecnología hace que pueda recuperarlas aquí mismo, en esta computadora en la que ahora escribo.
Y me aparecen las imágenes que fui atesorando.
 “La fotografía es un impulso espontáneo, resultado de estar perpetuamente mirando, que atrapa el instante y su eternidad”, dice John Berger que escribió Cartier-Bresson. Las calles, los empedrados, las banderas turcas, mi hotel, la esquina de mi hotel, donde como sola para sorpresa de un mozo encantador que me atiende con una cortesía poco común, el techo adornadísimo de Santa Sofía, el café francés donde las mujeres fuman, en Nisantasi, el palacio de Dolmabançe, el mar desde la reja, el harén de Dolmabançe. Desde la ventana, la estatua gigante de Kemal Atatürk, y la foto que más me llama la atención en el recuerdo: chicas jóvenes, con jeans, libros bajo el brazo, y sus hijab
cubriéndoles por completo la cabeza.

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Retrocedo siete años, para entender o tratar de entender este artículo de una periodista argentina que acaba de visitar Estambul y constatar que las medidas anti laicistas del actual presidente turco han llevado a profundizar las contradicciones entre los permisos a los ciudadanos religiosos –niñas de trece años a las que se les permite llevar el velo a la escuela, y que entonces son presionadas por sus padres hasta la amenaza (“Terminarás colgada del pelo el día del juicio final”, o “me castigaban y me amenazaban con recurrir a la violencia física” o “una chica tiene que ser respetable”).
Pero entonces leo algo que me recuerda aquella novela que planteaba otra manera de encarar el tema del velo: una estudiante en la puerta de la facultad de derecho, le dice a la periodista argentina: “El derecho al velo tiene que ver con la libertad individual. No pone para nada en cuestión el laicismo. La gente se equivoca de debate.”
La novela era Nieve, del escritor turco Orham Pamuk.
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Turquía había sido país invitado a la Feria del Libro de Frankfurt en 2008, y la presencia allí del reciente premio Nobel Orham Pamuk fue conflictiva, ya que inauguró la feria junto con el presidente turco. Y con su peculiar audacia, y probablemente a raíz de haber sido procesado tres años antes por sostener ideas “antiturcas” –su gran delito fue recordar el genocidio armenio-, Pamuk se refirió a la prohibición de libros y al castigo a periodistas e intelectuales.  Y mencionó también el bloqueo a YouTube, vigente en ese momento. El presidente Abdullah Gül, a su turno, respondió diciendo que gracias a las nuevas estructuras administrativas todo esto se estaba corrigiendo.

Al año siguiente, cuando visité la Feria de Frankfurt, en el stand de Turquía no había un solo libro de Pamuk.
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Vuelvo a mi historia privada: el mar de mis abuelas, el castillo árabe del pueblo de mi madre, el apellido Medina de mi abuela paterna; otra abuela, aquella mujer alta de melena roja y fumadora de narguile, nacida en el Puerto de Haifa y abuela de uno de mis novios juveniles;  y otra de mis parejas,  hijo de padre griego y madre turca, y fuerte defensor de esa cultura otomana que él consideraba suya, aunque fuera un universitario con residencia de años en Nueva York.
¿Por qué estas elecciones? ¿Magnetismo? ¿El Mediterráneo uniéndonos?  Aceitunas, tomates, dátiles, queso de cabra, Las desencantadas, de Pierre Loti, los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, un fragmento inolvidable de La novela de un novelista, de Armando Palacio Valdés, de lectura obligatoria en mi escuela secundaria, y una foto de mi tía Concha en Rabat, en la que una mujer velada sostiene la cortina de un comercio mientras ella, española, la mira.

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Y llegó un día en que  el azar hizo que tuviera que viajar a Estambul, en pos de un proyecto de mi país para ser considerado patrimonio cultural. Ya había ocurrido lo de Frankfurt, ya Pamuk había recibido el premio Nobel, ya había leído yo todo lo que estaba a mi alcance, especialmente aquella novela que me desconcertó y me permitió entender desde otra perspectiva el tema del laicismo y el velo de las muchachas turcas.
Con mucho entusiasmo preparé mi viaje, y como suelo hacer en los viajes largos, guardé en mi guantera Estambul, esa suerte de autobiografía en la que el autor nos ayuda a entender la compleja maraña de su historia. Asientos dobles, yo la ventana –siempre me interesa ver el despegue y el aterrizaje, sobre todo cuando llego a lugares desconocidos-, a mi lado un hombre de mi edad vestido juvenilmente con jeans. Instrucciones, despegue, altura, cena, luego luces bajas. Y sin haber intercambiado nada más que los gestos naturales de compartir un espacio, casi al mismo tiempo sacamos de las guanteras nuestros libros: yo, Estambul, él, Nieve.
Imposible no comentar la coincidencia, y sobre todo no buscar los puntos en común: escuelas en el mismo barrio, yo, de mujeres, él de varones, pero que se encontraban en unas memorables marchas en defensa del laicismo en la escuela; imposible no contar las profesiones: yo Letras, él, un médico próximo a su jubilación, luego de la cual pensaba dedicarse solamente a leer. Esa era su pasión: la literatura. Sobre todo la literatura española de la generación del 98.
Hablamos mucho, leímos y dormimos poco.
Y cuando llegamos a Madrid, donde el grupo de médicos que él integraba iba a quedarse, y donde yo haría migraciones para luego seguir mi rumbo, vimos que el avión en el que veníamos viajando, de la línea Iberia, llevaba el nombre de Pio Baroja.

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Pero diez años antes de esto, cuando el orientalismo aparecía en el mundo de nuestra Sudamérica en los libros de Edward Said y en la creación de la orquesta del Divan  junto con Daniel Barenboim, viajé a Paris y allí compré La maison du silence, de Orham Pamuk, todavía un desconocido entre nosotros.
 Por ese entonces hubo un episodio que no tuvo probablemente la trascendencia merecida: en la Palestina de Arafat fueron retirados de la venta todos los libros de Said.
Escritores e intelectuales como Susan Sontag, Paul Auster, Jacques Derrida, Allen Ginsberg, Gunther Grass, David Grossman, Naguib Mahfuz, Kenzaburo Oe, William Styron, Gore Vidal, y el mismo Pamuk, dirigieron una carta al gobernante palestino. Del texto de la carta me había impresionado la contundencia de la redacción: “ha sido ampliamente informado en el New York Times del 26 de agosto (“Agentes de seguridad palestinos incautan libros de un crítico de Arafat) que los servicio de seguridad de los que usted es responsable  han retirado los libros escritos por Edward W. Said de todas las librerías en las zonas autónomas de Palestina en Gaza y en la ciudad de Furhermore, en Cisjordania,  y se ha prohibido la venta de estos libros en las mismas áreas y en las librerías palestinas en el este de Jerusalén.”
Y la carta terminaba diciendo “Edward Said es uno de los más prominentes y admirados críticos culturales. En particular, sus escritos acerca de la experiencia Palestina han sido un instrumento esencial para modificar la opinión pública en los Estados Unidos, el Reino Unido, Europa, que han sido favorablemente informadas acerca de la causa Palestina. Por lo tanto es urgente por el bien de sus propios intereses así como en los de la gente de todo el mundo reafirmar su derecho a ser escuchado en las áreas donde se lo ha silenciado.”
Si el pecado de Pamuk fue referirse al genocidio armenio, el de Said consistía en reconocerse como un producto de una vida a medias entre Oriente y  Occidente, para terminar escribiendo –esta es la última frase de su libro de memorias-, “Después de tantas disonancias en mi vida he aprendido finalmente a preferir no estar del todo en lo cierto y quedarme fuera de lugar.”[1]


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Y mientras tanto yo seguía creyéndome una sudamericana descendiente de catalanes y granadinos.
Llegar a Estambul fue el comienzo de un viaje que me revelaría otras raíces insospechadas: ya en el aeropuerto, las cafeteras humeantes en los negocios de souvenirs, y un taxi que me llevaría a mi hotel, con un chofer que se identificó como “driver Ali”, ante el que agité la dirección escrita de mi hotel. Y pacté el precio del viaje, sin que ninguna de las lenguas occidentales que podríamos haber manejado ambos –francés, inglés, español- nos sirvieran de contraseña. Pero de pronto, cuando luego de un rato apareció sobre la derecha un mar iluminado por la luna, “driver Ali” saltó entusiasmado y dirigiéndose hacia mí, exclamó “Mármara sea”. Es decir, el mar de Mármara.

A partir de ese momento, se sucedieron todos mis recorridos por la ciudad, en los intervalos que me daban las reuniones formales de patrimonio de la humanidad: aquí tengo las fotografías como testimonio, mis infatigables recorridos, y sobre todo, algo que me sorprendió y que atribuyo a la magia de la cultura que se expande quien sabe a través de qué caminos: no tuve necesidad de mapas, cono me ha ocurrido en otros lugares, incluso aquellos a los que he visitado por segunda o tercera vez, sino que yo misma, por medio de gestos, indicaba a mis choferes los recorridos, que tenían como polos mi hotel en Valiconagi Cadesi y el hotel Conrad, el de las reuniones generales.
Claro, aquel Medina apellido de mi abuela…
Y en una librería, el anuncio de la última novela de Pamuk, que luego sería traducida al castellano: el Museo de la Inocencia.

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Una pausa: mientras escribo esto, pasan unas mujeres jóvenes con la cabeza cubierta. Las conozco: viven por aquí, barrio norte, siempre me tienta la idea de conversar con ellas.
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Apenas dos años más tarde, me tocaría el honor y el placer de acompañar a Pamuk a visitar la casa de Victoria Ocampo en San Isidro. Su interés: crear en Estambul una casa museo, y de allí que quisiera saber todo lo relacionado con su administración y mantenimiento. Su cortesía y las preguntas mostraban una naturaleza distinta de lo que el europeo comúnmente visitante, aun siendo hombres y mujeres de letras, podía exhibir entre nosotros.
Salvo una queja: no haber encontrado lo que él creía el Buenos Aires de Borges, probablemente el estereotipo extraído de aquellos poemas de Fervor y otros libros. O de cuentos como “El Aleph”, o de “Hombre de la esquina rosada”, un Buenos Aires que creó el mismo Borges con su imaginación y talento literario. Yo hubiera querido decirle a Pamuk que a mí también me había sorprendido en Estambul que los palacios quemados de los que tanto él habla en su extraordinario libro hubieran quedado reducidos a unos pocos techos estropeados. O que los enormes adoquines de algunas de sus calles estuvieran siendo reemplazados por ladrillos de madera.


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El Gran Bazar, el

 café de Pierre Loti, la plaza de Taksim, la mezquita de Súlemanaiye, los templos de los derviches, en el parque al que se baja desde el hotel, el semicírculo  de los sultanes, hasta que llego a Kemal Atatürk y entonces, su estatua gigantesca.

Hasta que en mis caminatas, que no tenían en cuenta horarios ni trayectos, descubrí el café Paul . Es 6 de noviembre de 2010, el café se fundó en 1883. Tomo té Lipton de hierbas y una tarta de chocolate que se llama “chocolate Paul”. El barrio es elegante, en este café hay solo mujeres. Sentadas en las mesas de la calle, todas fuman. Es el fin de la tarde, y como es otoño, está oscuro.
Y entonces, cruzando la calle, descubro al hombre que ustedes podrán ver más abajo.
Está allí, cumpliendo con la seriedad de un ritual su pequeño comercio. Cocina y vende castañas calientes.
               
Se había producido el encuentro.
El hombre de ojos luminosos, al que pedí con una sonrisa que me permitiera fotografiarlo, y en cuya imagen pude reunir las historias que laten en mi sangre, a través de quien sabe que caminos, qué historias no contadas pero trasmitidas, desde aquellos reinos que, antes del siglo XV se mezclaron , para dar origen a nuevas patrias, a otros reinos: los de la imaginación.






[1] Said, Edward W., Fuera de lugar, Barcelona, Grijalbo, 2001

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