sábado, 30 de noviembre de 2013

Ruido de lluvia





Llueve. Escucho el primer movimiento de la sonata “Primavera” de Beethoven.
 La vida es bella, dije a pesar de la lluvia. Y abrí la ventana en la mañana de noviembre.

Una voz impersonal, enfática.

Cuidado con los sembradores de alarma. La cobardía se parece mucho a la traición.
El anhelo de una España grande guiará tu mano.
Atacar es vencer. ¡Todos al ataque como un solo hombre!

La memoria

Pero esto ya no podías escucharlo, tampoco leerlo en los carteles de propaganda, lejos, muy lejos del pueblo que te vio nacer.
Cantabas, en el patio, “ese galapaguito no tiene mare”, mientras yo daba vueltas subida en aquel artefacto de tres ruedas con un nombre que me costaba pronunciar: triciclo.
Y mamá cosía, empujaba rítmicamente el pedal de la máquina que tanto te había costado conseguirle. De ella salían telas de colores con formas apropiadas, y aquella mujer que venía a buscarlas a cambio de unos pobres billetes arrugados sonreía de satisfacción cuando mamá las soltaba en el aire y luego las plegaba armoniosamente, envolviéndolas en un papel suave como la seda.

Voz impersonal, enfática.
-¡Mamá, mamá! Yo, ¿cómo me llamo?
-Pepita, hija querida, como yo, como tu abuela. ¿Por qué me lo preguntas?
-Porque en el colegio me dicen Josefa, y yo no me entero de que me están hablando a mí.
-Josefa es el nombre de los papeles, aquí en casa eres Pepita, como yo, hija mía.


Voz de la madre.

Así era, entonces. De una forma en casa –Pepita, niña, tú- y de otra en la escuela –Josefa, alumna, vos, aunque a veces también tú pero con un acento distinto-. Las niñas eran las chicas y las canciones no tenían galapaguitos sino soldados y banderas y batallas desconocidas.
Nadie podía en mi casa decirme nada de aquellas batallas. En la radio había otras batallas, las de la segunda guerra, y en vuestra memoria, padres, todavía frescas las heridas, otros nombres: el ejército del Ebro, el frente de Madrid, la batalla de Gandesa. Y aquel camino largo y trabajoso desde la frontera hasta los refugios en el sur de Francia.

Pasaron muchos años. Crecimos, te hiciste viejo, padre. Y un día antes de morirte, cuando fui a darte un beso en la sala de terapia intensiva, me miraste con tus ojos grises de muchacho y pude escuchar que me decías:
-¿Vas a dejarme aquí solo?
-No, padre, te dije, estoy afuera, estamos todos con vos –ya era vos y no tú, habían pasado sesenta años-, tus nietos, el bisnieto recién nacido.


Dos días después, pude armarme de coraje y abrir aquel mueble donde guardabas los papeles. Estaba en tu dormitorio, y me habías dicho, apretándome la mano:
-No dejes que nadie toque mis papeles.

Vinieron los recuerdos:
-¡Niña, que no tienes paciencia con esta criatura! A los niños hay que cantarles para que se duerman...




Era la abuela Rosalía, que nunca se cansaba de jugar conmigo y me contaba aquellos cuentos de ladrones que se escondían en una fuente. Con sus ojos negros chiquitos y profundos, me miraba desde la foto que encontré en la valijita de los documentos familiares. Junto con aquellos aros de oro bajo, argollas gruesas que me puse con gesto nervioso y las manos temblándome por el tiempo recuperado.

-¡Niños, que está el café con leche!
Y había untado con manteca panes enormes cortados al través. 

También yo corté panes para mi hijo, los unté con manteca y con el dulce de las naranjas crecidas en mis árboles. Vivíamos en el campo y un buen día nos vinimos a la ciudad porque nos prometieron que estaríamos mejor.

-Hijo, hijito, cuidado con los coches, no saques la bicicleta –ya no era el triciclo de mis dificultades- a la calle, es peligroso.
-Ay, mamá, siempre con esos miedos, de dónde te vendrán tantos miedos.

Mientras tanto creciste. La escuela, la universidad. El barrio, y en el barrio, vos. Con tus ganas de vivir, diciéndome todas las mañanas cuando salías para el hospital donde atendías gratis a los enfermos:
-La vida es bella.

Los miedos venían de lejos, pero volvieron cuando los uniformados de verde entraban a las casas y golpeaban las puertas con sus enormes fusiles.
Una tarde vinieron por ti, hijo mío. Me apreté contra las paredes y traté de retenerte, pero me golpearon y caí al suelo, y vi cómo salías entre los golpes, mientras me gritabas
-Todo bien, mamá, la vida es bella!




Y nunca volví a verte.
Hoy hace veinticinco años, miro tus fotos, oigo la voz de mi padre cantando. En las tapias amarillentas de nuestro barrio los carteles piden pan y trabajo. También piden justicia.
Pienso en el sol iluminando las naranjas de mis árboles, me sujeto el pelo con una peineta, como vos mamá, como la abuela Rosalía, como las mujeres andaluzas de las fotografías. Abro la valijita de cuero donde están los recuerdos y saco de un estuche los pendientes de oro que la abuela tenía puestos cuando bajó del barco. Me veo en el espejo, ojos negros chiquitos, el pelo en un rodete... y canto:
Hoy mi galapaguito no tiene mare...

La vida es bella, sin embargo.




Abro los ojos. No reconozco a nadie. Me pregunto quién soy. Tengo la sensación de que acabo de nacer. Desde algún lugar, sin embargo, algo me dice que mi risa y mi llanto son más viejos que yo.
Este chico que me sostiene la mano, ¿quién es?
-¿Quién sos?, le digo, y mi voz no es la mía.
Arriba, casi en el cielo, la ventana me descubre sus barrotes blancos.



Voz de jóvenes

-No está bien, todavía la abuela no está bien. Fue demasiado impacto ver de nuevo al tío Roberto.
-Nadie sabe cómo hubiera seguido todo si el tío nunca volvía a casa. Para ella el recuerdo era más fuerte que la posibilidad de la vida.



-No pudo creerlo, no pudo soportar ni el paso del tiempo ni la distancia entre el muchacho que sacaron a golpes de la casa y ese viejo de mirada perdida encontrado en el psiquiátrico.
-Ese viejo es el hermano de nuestra madre, ella hubiera podido estar en ese lugar, también.


Voz de mujer

-Roberto, Roberto, vení, otra vez te vienen a buscar, no salgas de la cueva, te llevan a la topadora...
-Tranquila, Teresa, voy a tratar de aguantar, poneme la venda, que no se den cuenta de que los conocemos.
-Vamos hijo de puta reventado, salí que pateamos la puerta, esta cueva ya no te sirve. Te llevamos al Olimpo...de ahí no te saca ni Dios...

Voz de madre

-Este lugar donde estoy, será el infierno. Pienso, solamente pienso, porque no puedo hablar. Cuando traté de hablar no pude reconocer mi voz. Me da miedo mi voz. Ni siquiera la voz de Rosalía, esa voz que decían que es parecida a la mía. El chico que me sostenía la mano se fue, ya no está. ¿Quién soy? ¿Por qué este nombre? ¿Por qué Rosalía?

Voz de jóvenes

-Tengo las cartas de mamá, las cartas que le escribía al tío desde Barcelona. ¿Te acordás? Éramos chicos y no entendíamos nada. Mamá lloraba y leía los diarios, buscaba trabajo y nos decía que no íbamos a ir al colegio por un tiempo, pero que todo estaba bien.
-Y después empezaron a llegar otros compañeros, ya mamá tenía otra cara, por lo menos tomaban mate juntos y no se quedaba despierta de noche escuchando la radio...



-Me acuerdo de aquel día que se vistió de negro y salió con un ramo de flores, no sabíamos a donde iba, nos cuidaba aquella vecina catalana que se llamaba Angeles... Y cuando volvió, no tenía las flores y nos abrazó tan fuerte que dolía.
-Si mamá no se hubiera muerto tan pronto hubiéramos tardado más en volver, la abuela vino a buscarnos y acá en Buenos Aires pudimos ir por fin a la escuela.




-Abuela, abuela, no me mires así, soy yo, Tomás, te estaba mirando mientras dormías. Nadie sabe bien qué te pasó, hace días que no abrís los ojos más que para volver a cerrarlos.
(Silencio)
-Parece que no me conocieras, abuela, pero yo sí te conozco, y también al tío Roberto, abuela, está vivo, no puede hablar pero es el tío Roberto, el de las fotos con mamá, lo vimos en las fotos, Santiago y yo, es él.
(Sonidos de la abuela tratando de hacerse entender)
-Quién sabe todo lo que pasó, abuela, alguna vez podrá contarlo. En el despacho del hospital una enfermera guardó algunos papeles, parece que Roberto los traía  en los bolsillos el día que lo levantaron de la calle.


Voz de alguien

No sé cómo me llamo, ni sé tampoco por qué razón vivo en la calle. Sí sé, en cambio, que en la bolsa llena de trapos viejos que arrastro desde hace cientos de años tengo este lápiz y algunos papeles en blanco. ¿Qué es la memoria, me pregunto? Acaso poder revivir el dolor, o la tristeza. No sé si es posible revivir la felicidad. Hoy la felicidad es el presente, la luz, este sol tibio que me limpia de toda sospecha. Mamá, mamá, la vida es bella. Esas palabras me resuenan como resuenan las monedas en el jarro de 
latón que tengo entre mis rodillas mientras escribo. ¿Qué es el tiempo, que ni siquiera puedo darle forma escribiendo en estos papeles? ¿Un río, la espuma del jabón, alguna estrella que me guiña desde el cielo? Charly, me llaman Charly, y algunas mujeres me dejan platos de comida, con el mismo cariño con que aquella mamá sin tiempo y sin memoria me daba tazones de leche y pan untado con manteca. Todo eso hasta que...

Una voz impersonal, ahora estentórea

Cuidado con los sembradores de alarma. La cobardía se parece mucho a la traición. El anhelo de una patria grande guiará tu mano. Atacar es vencer. ¡Todos al ataque como un solo hombre!

Voz de la madre, yo.

Pienso en el sol iluminando las naranjas de mis árboles, me sujeto el pelo con una peineta, como vos mamá, como la abuela Rosalía, como las mujeres andaluzas de las fotografías. Abro la valijita de cuero donde están los recuerdos y saco de un estuche los pendientes de oro que la abuela tenía puestos cuando bajó del barco. Me veo en el espejo, ojos negros chiquitos, el pelo en un rodete... La vida es bella, sin embargo. Ya no llueve. Y abro la ventana en la mañana de noviembre.

Se oye a Charly García cantar “Yo no quiero volverme tan poco.”


5 comentarios:

  1. Espléndidas, dolorosas, emocionantes y llenas de vida, tus voces despiertan... tanto, tanto...

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  2. Preciosas palabras llenas de vida y de dolor.
    Gracias!!

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  3. Qué belleza!
    Palabras de entraña: "..oigo la voz de mi padre cantando. En las tapias amarillentas de nuestro barrio los carteles piden pan y trabajo. También piden justicia."
    Escuché a tu padre cantar. Vi la palabra pan y el amarillo desleído, y la palabra justicia en su lugar.
    Muchas gracias por compartirlo.

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